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miércoles, 8 de diciembre de 2021

"Wakelfield". Un cuento de Nathaniel Hawthorne.

En el libro de Rosa Montero, La ridícula idea de no volver a verte, aparece referido este cuento de Hawthorne en el siguiente párrafo:

"Y ahora dime: ¿No has sentido nunca la insidiosa tentación de dejar de ser quien eres? ¿De liberarte de ti mismo? Pero no hace falta ser tan drástico y tan loco como Wakefield: bastaría con ir soltando lastre. Con irse desnudando de las capas superfluas. Fuera la dictadura de #HacerLoQueSeDebe. Adiós a la #Ambición esclavizante y a la inseguridad torturadora (estas dos son pareja). Se acabó la #Culpabilidad y el ciego mandato de #HonrarALosPadres." (pág. 204)

Y si a alguien le deja intrigado este personaje, nada mejor que leer su historia.

Wakelfield

Recuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre -llamémoslo Wakefield- que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco -sin una adecuada discriminación de las circunstancias- debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres. La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido, bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por cierta, su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una viudez otoñal -una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte. CONTINUAR LEYENDO


sábado, 29 de julio de 2017

Tertulia de la prisión. "La ridícula idea de no volver a verte". Un libro de Rosa Montero.

"Como no he tenido hijos, lo más importante que me ha sucedido en la vida son mis muertos, y con ello me refiero a la muerte de mis seres queridos. ¿Te parece lúgubre, quizá incluso morboso? Yo no lo veo así, antes al contrario: me resulta algo tan lógico, tan natural, tan cierto. Sólo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo; la Tierra detiene su rotación y las trivialidades en las que malgastamos las horas caen sobre el suelo como polvo de purpurina. Cuando un niño nace o una persona muere, el presente se parte por la mitad y te deja atisbar por un instante la grieta de lo verdadero: monumental, ardiente e impasible. Nunca se siente uno tan auténtico como bordeando esas fronteras biológicas: tienes una clara conciencia de estar viviendo algo muy grande."

Así comienza el libro de Rosa Montero, La ridícula idea de no volver a verte.

Al hilo de la extraordinaria trayectoria de Curie, Rosa Montero construye una narración a medio camino entre el recuerdo personal y la memoria de todos, entre el análisis de nuestra época y la evocación íntima. Son páginas que hablan de la superación del dolor, de las relaciones entre hombres y mujeres, del esplendor del sexo, de la buena muerte y de la bella vida, de la ciencia y de la ignorancia, de la fuerza salvadora de la literatura y de la sabiduría de quienes aprenden a disfrutar de la existencia con plenitud y con ligereza.  


martes, 17 de enero de 2017

"Arrojar las palabras". Un artículo de Rosa Montero sobre la muerte (El País Semanal)

En más de una ocasión, cuando me entrevistan por mis novelas, ha llegado un periodista y me ha dicho: “¿Y por qué escribes sobre la muerte?”. Es una pregunta que me deja turulata: ¿es que acaso uno puede dejar de escribir sobre eso? Siempre siento la tentación de responder: lo siento mucho, querido, pero tengo que darte una malísima noticia: te vas a morir. Porque creo que es una cuestión que sólo se puede plantear desde la más completa negación de la muerte y, por lo tanto, desde el desconocimiento de lo que es la vida.

Todos los seres humanos estamos marcados por nuestra finitud. Somos lo que hacemos contra la muerte. Y pensar en ello no es una pintoresca obsesión que sólo sufrimos unos cuantos chalados, sino que es el eje vertebrador de la realidad de todos. El budismo, por ejemplo, se originó hace 2.500 años cuando, según la leyenda, el príncipe Siddhartha Gautama, a quien su bondadoso padre mantenía encerrado en un palacio y rodeado de belleza para que fuera feliz, se escapó de su prisión dorada y se topó con un enfermo, con un anciano y con un cadáver. Ante esta horrible verdad, para neutralizarla, para defenderse, Gautama creó una de las religiones más poderosas del planeta. De hecho todas las religiones son un intento de colocar la muerte en un lugar mental que dé sentido a la vida, pero me gusta que el budismo lo reconozca con tanta claridad.

El manejo de la muerte, la propia y la de los seres queridos, siempre es conflictivo. Pero a medida que envejezco voy teniendo más claro que, si aspiras a vivir con serenidad y plenitud, primero tienes que llegar a un acuerdo con la parca. Con la Ladrona de Dulzuras, como la llaman en Las mil y una noches. Nuestra sociedad no nos pone esto fácil, porque se dedica a escamotearnos la muerte. La gente fallece en los hospitales, sólo vemos cadáveres en la serie televisiva CSI, huimos de los ritos mortuorios y cada vez utilizamos más eufemismos: parece de mal gusto hablar de defunciones y de difuntos. No creo que eso nos ayude a paliar el miedo.

“A medida que envejezco voy teniendo más claro que, si aspiras a vivir con serenidad y plenitud, primero tienes que llegar a un acuerdo con la parca”.

Hay un libro extraordinario del que ya he escrito en más ocasiones, Ayudar a morir, de la doctora Iona Heath, que dice: “La muerte forma parte de la vida y es parte del relato de una vida. Es la última oportunidad de hallar un significado y de dar un sentido coherente a lo que pasó antes”. Muy cierto. Me viene ahora a la memoria aquel magnífico programa de televisión, Epílogo, en el que Begoña Aranguren hablaba con personajes famosos en una charla que sólo se emitía tras la muerte del entrevistado. Es una idea formidable: palabras dichas en vida pero pensadas póstumas, un resumen de tu existencia hecho por ti mismo, un tenue rastro de emociones y de reflexiones depositado en el vacío de tu ausencia.

Curiosamente se acaba de crear una empresa que parte de un planteamiento similar. Se llama Hasta Siempre y ofrece sus servicios para “dejar un testamento emocional” por medio de un vídeo que ellos ayudan a preparar con el consejo de psicólogos, filman, editan con música y después guardan en lugar seguro y confidencial hasta el fallecimiento del cliente, momento en que lo entregan en mano a las personas designadas para verlo. “Los mensajes pueden ser de agradecimiento, de perdón, de arrepentimiento, de amor, de conflictos no resueltos, de cosas jamás dichas, etcétera. También otros menos complicados tipo consejos de la abuela a sus nietos o la historia de la familia o, incluso, recetas familiares”, explican.

Es una propuesta ingeniosa, aunque no me gusta mucho su página web: tiene ese tono superficial y radiante, todo sonrisas y alegría, que poseen algunos cementerios modernos, que a veces parecen más centros deportivos que camposantos. En una pestaña llamada Tienda puedes comprar el paquete básico (299 euros) o el paquete premium (499), y también me chirría un poco que, puestos a trabajar en el territorio último de la veracidad, recurran a ese zafio truco comercial de rebajar un euro para que las cifras no parezcan tan abultadas, como si estuvieran vendiendo detergente en el supermercado. Pero la idea es atinada, es sustancial, es consoladora. Qué otra cosa podemos hacer contra el pozo negro de la muerte sino arrojar palabras.


Nota: AQUÍ podéis acceder a la entrada que hice sobre el libro "Ayudar a morir"

domingo, 18 de diciembre de 2016

Malditos sean los tibios. Un artículo de Rosa Montero en el País Semanal.

Los auténticos culpables de que la vida pueda ser tan cruel son los tibios de corazón. Permiten con su indiferencia que el Mal campe a sus anchas.

MI AMIGA Gabriela Cañas me mandó hace unos días un vídeo escalofriante que circula por Internet. Una cámara oculta colocada en un ascensor sueco permite observar las reacciones de la gente ante una escena de violencia de género. Un joven grandullón maltrata verbal y físicamente a una muchacha: la arrincona e insulta con las palabras más soeces, la zarandea, le tira del pelo, grita que la va a matar. La víctima gimotea y pide ayuda. Mientras esto sucede, vamos viendo a diversas personas que comparten el ascensor con ellos. Se ponen de espaldas, no dicen ni palabra, salen corriendo. Son hombres y mujeres, solos o en parejas. Una señora mayor tiene la desfachatez de protestar diciendo: “Eh, que no están solos, esperen a que me vaya”, como si el único derecho que estuviera conculcando el energúmeno fuera el de fastidiarle su tranquilidad. Es un vídeo increíble, aterrador. Al fin, una mujer de unos treinta y tantos años se enfrenta al maltratador y le dice: “Si la vuelves a tocar llamo a la policía”. Subieron 53 personas en ese ascensor y sólo reaccionó ella.

Los países nórdicos tienen las tasas de violencia de género más altas de Europa. Suecia, en concreto, duplica el porcentaje de casos que hay en España. Algunos pretenden justificar estas cifras elevadísimas diciendo que allí denuncian más, pero no me lo creo en absoluto. En primer lugar, porque estamos hablando de víctimas mortales. Pero además me parece que influye el nivel de alcoholismo y el hecho de que son los países en donde se está destruyendo de forma más acelerada el sistema machista, y eso siempre crea una herida social y una respuesta feroz por parte del sector más brutal de los varones, de un puñado de psicópatas que se sienten súbitamente desplazados.

Pero no es de la violencia de género de lo que quería hablar, sino de los tibios de corazón, de los indiferentes y de los cobardes. Y me refiero a una cobardía estructural, no al miedo insuperable. Por ejemplo, yo, que soy verdaderamente una gallina ante los riesgos físicos, sé que me las hubiera apañado en el ascensor para hacer algo. Como estoy segura de que me hubiera amedrentado enfrentarme a ese tiarrón en el encierro de la caja de acero, hubiera esperado hasta llegar al piso y, tras bloquear la puerta para dejarla abierta, hubiera empezado a gritar para pedir ayuda. Quiero decir que hasta una miedica como yo puede encontrar un modo de actuar.

Pero los cobardes morales ni siquiera se plantean abandonar su zona de ensimismado confort. Estoy convencida de que el porcentaje de individuos de verdad malvados que hay en el mundo es pequeño, quizá muy pequeño, incluso ínfimo. Los auténticos culpables de que la vida pueda ser tan cruel y de que la Tierra se convierta en un valle de lágrimas son los tibios de corazón, porque esos sí que son legión, esos son muchísimos; esos quizá sean, por desgracia, la mayoría de los seres humanos, y son quienes no se enfrentan a los energúmenos, quienes no protegen a los indefensos, quienes permiten con su callosa indiferencia que el Mal campe a sus anchas. Son los niños que dejan que un matón torture a un compañero de clase, los padres que prefieren no enterarse, los oficinistas que admiten el acoso a un colega, los vecinos que hacen oídos sordos al ruido de golpes y llantos que se cuela a través de las paredes, o que secundan a un presidente despiadado y se niegan a poner una rampa en el portal que permitiría salir a la calle al vecino en silla de ruedas. Toda esa gentuza es la peor. Alfredo Llopico, un amigo con quien hablé de esto, me mandó dos citas maravillosas. Una es del Apocalipsis, en donde Jesús dice: “Conozco tus obras, sé que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras lo uno o lo otro! Por tanto, como no eres frío ni caliente, sino tibio, estoy por vomitarte de mi boca”. Y la otra es de la Divina Comedia, de Dante, en donde, en el ‘Canto III del Infierno’, encontramos que las almas más despreciables son aquellas “que vivieron sin merecer alabanzas ni vituperio (…) que no fueron rebeldes ni fieles a Dios, sino que sólo vivieron para sí”. Siempre hemos sabido que los culpables del horror del mundo son los tibios de corazón. Malditos sean.
Fuente: elpaissemanal.elpais.com/columna/rosa-montero-malditos-los-tibios

domingo, 11 de diciembre de 2016

Morir muy vivos. Un artículo de Rosa Montero.

Vi la notica en el periódico hace unos días. Una mujer de 94 años,Fernanda Pozo Carreño, acaba de sacarse la licenciatura de Química en la Universidad de Murcia. Venía foto y todo: una anciana pizpireta luciendo con ufano tronío la beca azul de su graduación cruzada sobre el pecho. Al parecer Fernanda comenzó sus estudios en 1941. Eran tiempos difíciles, y más para las mujeres. Por entonces sólo había cinco alumnas en toda la facultad, incluyéndola a ella. En 1949, quedándole tan sólo una asignatura para terminar, abandonó la carrera. “Por motivos personales”, dice Fernanda ahora con discreta reserva. Tuvo que ser muy duro; tardó ocho largos años en llegar hasta allí y después, rozando su sueño, lo dejó. O tal vez la obligaron a dejarlo. No quiero ni imaginar lo que hubo detrás, pero sin duda fue una herida profunda que arrastró durante 67 años. Hasta que ahora, nonagenaria, en silla de ruedas y con delicioso arrojo, se empeñó en titularse.

Esta pequeña y preciosa historia me recuerda la proeza de Minna Keal, a la que ya me he referido alguna vez en estos artículos. Minna fue una inglesa nacida en 1909 que en su juventud estudió música. También ella tuvo que dejar la carrera sin terminar a los 20 años, en este caso por razones económicas: huérfana de padre, tuvo que ponerse a trabajar en el negocio familiar, una librería de textos en hebreo. Se casó, tuvo hijos, se divorció, se volvió a casar; se afilió al partido comunista, organizó una asociación de ayuda para sacar niños judíos de la Alemania nazi, se marchó del PC; trabajó de secretaria en diversos empleos y se jubiló cuando le llegó la edad. Toda una vida, en fin. Tras la jubilación, decidió retomar sus estudios de música. Empezó a componer y en 1989 consiguió que le estrenaran una obra. Era una sinfonía y la tocaron en los BBC Proms, unos conciertos muy importantes que se celebran en Londres. Fue un gran éxito. Minna tenía 80 años. A partir de entonces y hasta su muerte a los 90, Keal se convirtió en una de las compositoras contemporáneas más importantes de Europa. “Creía que estaba llegando al final de mi vida, pero ahora me siento como si la estuviera empezando. Me siento como si estuviera viviendo la vida al revés”, dijo en una entrevista. Pura magia.

La historia de Minna Keal es monumental e inspiradora, pero todos sabemos que es muy difícil, por no decir imposible, alcanzar algo así. Sin embargo, la proeza de Fernanda está a nuestro alcance: basta con no tirar la toalla. Vivir es perder: vas perdiendo futuro, libertad de elección, capacidades físicas y psíquicas; pierdes oportunidades, salud, seres queridos, además de cabellos, vista, dientes, memoria, músculos, agilidad, tersura, cosas que en realidad son una fruslería comparadas con las pérdidas que he citado anteriormente. Uno empieza a envejecer desde la cuna y desde muy pronto te echas una mochila a las espaldas, la mochila de tu propia existencia, que se va llenando rápidamente con las piedras de tus actos y de tus omisiones, del daño que te han hecho y del daño que hiciste, de los sueños rotos y de las cobardías.

No todo es perder, es cierto. Si te esfuerzas mucho y bien, porque no viene de fábrica, ganas conocimiento del mundo y de ti mismo, empatía, sosiego y, en suma, algo que podríamos denominar sabiduría. Pero creo que para ello hay que mantenerse alerta y no darse nunca por vencido. Como hizo Minna Keal, por supuesto; pero también como hizo Fernanda. La vejez es la etapa heroica de la vida; no es para blandengues, como dice el refrán estadounidense. Pero también es un tiempo para saldar cuentas. No creo que haya que dejarse llevar por el peso de los días como un leño podrido al que las olas arrojan finalmente a la playa. Uno siempre puede intentar sacarse alguna de las piedras que lleva a la espalda, decir las cosas que nunca se atrevió a decir, cumplir en la medida de lo posible los deseos arrumbados, rescatar algún sueño que quedó en la cuneta. No rendirse, esa es la clave. Y sobre todo decirse: ¿y por qué no? Porque la vejez no está reñida con la audacia. Debemos aspirar a morir muy vivos.
Fuente: elpaissemanal.elpais.com/columna/morir-muy-vivos/

sábado, 22 de octubre de 2016

Aprendiendo a perder. Rosa Montero

Esta sociedad en la que vivimos no nos enseña a perder. Tampoco es que nos haya enseñado bien a ganar, desde luego, y saber ganar es un conocimiento muy importante, porque si no digieres y relativizas tu triunfo es probable que se te fosfatinen las neuronas. Yo he visto a algunas personas tan confundidas que creyeron que el éxito era un lugar que habían conquistado, algo tan sólido y tan suyo como si se hubieran comprado un chalet en la sierra; y cuando se acabó (porque todo lo que sube, baja, y el éxito, que no es más que la mirada benevolente de los otros, es especialmente volátil) se quedaron desconsoladas, descolocadas, como alienígenas cuyo planeta hubiera sido repentinamente desintegrado por una supernova.

Así que saber ganar también tiene su intríngulis. Pero cuando digo que no nos han enseñado a perder me refiero a que el fracaso, al igual que la muerte (ese gran, inevitable fracaso de la vida), es una realidad esencial que el mundo se empeña en ocultar. No siempre ha sido así; ha habido otras épocas mucho más conscientes de la decadencia de las cosas y de los irremediables reveses del destino. Ya se sabe que cuando los generales romanos celebraban sus espectaculares desfiles de triunfo, el esclavo que les acompañaba en la cuadriga y que sostenía sobre sus cabezas la corona de laurel iba musitando constantemente en sus oídos: “Mira atrás y recuerda que sólo eres un hombre”. CONTINUAR LEYENDO
Fuente: El País

jueves, 18 de junio de 2015

Un revuelto de libros en primavera. Rosa Montero


"Porque leer no sólo te hace más culto, que es verdad, ni más libre, que también. Leer, sobre todo, te hace vivir mucho más. Leer es ganar experiencias, es sentir que no estás solo, es desarrollar la empatía con los otros."



"Y, al mismo tiempo, los libros pueden ser un bien invaluable, el mayor acontecimiento de tu existencia. ¿Qué es lo más importante que le ha pasado en su vida?, le preguntó hace unos meses un periodista a Vargas Llosa. Aprender a leer, contestó él con la fulminante sencillez de la inteligencia. El pasado mayo fui a la Feria del Libro de Salamanca; una de las organizadoras del evento, Isabel, que también modera clubes de lectura, me contó una historia conmovedora. Un conductor de autobuses de 40 años, que jamás había leído nada, descubrió de repente el vasto mundo de la literatura. Desde entonces, enamorado con pasión adolescente de las novelas, vive sumergido en la lectura; incluso le han llamado la atención porque lee en las paradas, sobre el volante, y a veces se le olvida volver a arrancar. “Es que mi vida ha empezado a los 40 años gracias a los libros y ahora no quiero perder el tiempo”, le explicó a Isabel. Ya lo decía Fernando Pessoa: la literatura es la prueba evidente de que la vida no basta."