Cuando murió la
señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los
hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que
desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de
curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los
últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero
a la vez.
La casa era una
construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada
con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII;
asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó,
se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían
llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario.
Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente
y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina,
ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la
señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos
ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las
alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión , que habían caído en
la batalla de Jefferson. CONTINUAR LEYENDO