El próximo 8 de diciembre se cumplirán 50 años de la muerte de María Rodrigo, en el exilio (Puerto Rico) y en el más completo olvido. Como dice la escritora italiana Dacia Maraini, las mujeres cuando mueren lo hacen para siempre. Si ya la ningunearon en vida, tras su fallecimiento la sesgada desmemoria patriarcal acabó por sepultarla.
El director de orquesta José Luis Temes lleva años clamando en el vacío e intentando recuperar el patrimonio musical español olvidado, y en especial el de María Rodrigo. Hace un par de meses dio un concierto maravilloso en el teatro Monumental de Madrid en donde pudimos escuchar las Rimas infantiles de María, unas canciones bellísimas, delicadas y estremecedoras, y ahora está haciendo un pequeño documental sobre ella. María Rodrigo (1888-1967) tenía un talento excepcional. Compuso sinfonías, música escénica, piezas para piano (era también pianista), óperas…, de hecho, fue la primera mujer en estrenar una ópera en España, Becqueriana (1915), y también la primera compositora reconocida como tal que además vivió de su trabajo. Practicó la docencia y volcó sus mayores esfuerzos en difundir la música clásica entre las clases humildes. Fue grande y fue genial y la tenemos arrumbada.
No es la única. De hecho, es la tónica habitual con las mujeres. Ya mencioné a la investigadora de la Universidad de Valencia Ana López Navajas, que ha demostrado que de todos los nombres que se estudian en la ESO sólo hay un 7,6% de mujeres, y que además lleva ocho años preparando un archivo histórico de filósofas, artistas, científicas o líderes sociales que hicieron cosas extraordinarias pero a las que el machismo se apresuró a borrar de los anales.
Sin ir más lejos, María Rodrigo perteneció a una asociación maravillosa y también muy poco conocida, el Lyceum Club Femenino, creado por María de Maeztu en 1926 en Madrid. Duró hasta 1939 y agrupó a unas 500 mujeres formidables, lo mejor de nuestra sociedad, escritoras, juristas, artistas, pensadoras, como Clara Campoamor, María Lejárraga, Rosa Chacel, María Zambrano, Victoria Kent, Maruja Mallo… Todas ellas tan competentes o más que los hombres de la época y luchando por un proyecto de modernización social que truncó la guerra. Últimamente han empezado a englobarlas dentro de la generación del 27, en un tímido intento de otorgarles el protagonismo que merecen. Pero la escritora Laura Freixas, de la asociación feminista Clásicas y Modernas, prefiere con buen criterio definirlas como la generación del 26, el año de fundación del Lyceum, ya que en el acto que da nombre a la generación del 27, el homenaje a Góngora en Sevilla en diciembre de 1927, sólo participaron varones, dentro de la tónica sexista habitual.
Y es que tengo la sensación de que las mujeres del mundo empezamos a estar hartas, terriblemente hartas del paternalismo con el que, a regañadientes, la sociedad nos va aceptando. Se habla de cuotas y de la falta de mujeres como si accediéramos a los puestos y a la vida plena casi por caridad, porque “las pobres también tienen que estar”, y no porque nos lo merecemos tanto o probablemente más que muchos. El prejuicio sexista en el que nos educan a todos hace que tendamos a valorar más a los varones. Diversos estudios demuestran esa ceguera selectiva, como el que hizo la Universidad de Yale en 2013 cuando cogió los proyectos de un chico y una chica que aspiraban a un puesto de laboratorio y los envió para su calificación a 120 catedráticos, hombres y mujeres. El varón, qué casualidad, sacó en todo mejor nota; pero resulta que los dos proyectos eran exactamente iguales, salvo que uno lo firmaba John y otro Jennifer (la mitad de los catedráticos leyó el de él y la otra mitad el de ella).
De manera que no, no pedimos que nos dejen pasar porque estamos discriminadas y tienen que ayudarnos. Pedimos tan sólo que se nos juzgue exactamente igual que se juzga a los hombres, lo cual hasta ahora no ha sucedido. Y para ello primero tenemos que convencernos a nosotras mismas de que valemos tanto o más que ellos (ya digo que el machismo también intoxica a las mujeres) y luego alzar de una vez la voz y empezar a patear metafóricamente todas las puertas.
El director de orquesta José Luis Temes lleva años clamando en el vacío e intentando recuperar el patrimonio musical español olvidado, y en especial el de María Rodrigo. Hace un par de meses dio un concierto maravilloso en el teatro Monumental de Madrid en donde pudimos escuchar las Rimas infantiles de María, unas canciones bellísimas, delicadas y estremecedoras, y ahora está haciendo un pequeño documental sobre ella. María Rodrigo (1888-1967) tenía un talento excepcional. Compuso sinfonías, música escénica, piezas para piano (era también pianista), óperas…, de hecho, fue la primera mujer en estrenar una ópera en España, Becqueriana (1915), y también la primera compositora reconocida como tal que además vivió de su trabajo. Practicó la docencia y volcó sus mayores esfuerzos en difundir la música clásica entre las clases humildes. Fue grande y fue genial y la tenemos arrumbada.
No es la única. De hecho, es la tónica habitual con las mujeres. Ya mencioné a la investigadora de la Universidad de Valencia Ana López Navajas, que ha demostrado que de todos los nombres que se estudian en la ESO sólo hay un 7,6% de mujeres, y que además lleva ocho años preparando un archivo histórico de filósofas, artistas, científicas o líderes sociales que hicieron cosas extraordinarias pero a las que el machismo se apresuró a borrar de los anales.
Sin ir más lejos, María Rodrigo perteneció a una asociación maravillosa y también muy poco conocida, el Lyceum Club Femenino, creado por María de Maeztu en 1926 en Madrid. Duró hasta 1939 y agrupó a unas 500 mujeres formidables, lo mejor de nuestra sociedad, escritoras, juristas, artistas, pensadoras, como Clara Campoamor, María Lejárraga, Rosa Chacel, María Zambrano, Victoria Kent, Maruja Mallo… Todas ellas tan competentes o más que los hombres de la época y luchando por un proyecto de modernización social que truncó la guerra. Últimamente han empezado a englobarlas dentro de la generación del 27, en un tímido intento de otorgarles el protagonismo que merecen. Pero la escritora Laura Freixas, de la asociación feminista Clásicas y Modernas, prefiere con buen criterio definirlas como la generación del 26, el año de fundación del Lyceum, ya que en el acto que da nombre a la generación del 27, el homenaje a Góngora en Sevilla en diciembre de 1927, sólo participaron varones, dentro de la tónica sexista habitual.
Y es que tengo la sensación de que las mujeres del mundo empezamos a estar hartas, terriblemente hartas del paternalismo con el que, a regañadientes, la sociedad nos va aceptando. Se habla de cuotas y de la falta de mujeres como si accediéramos a los puestos y a la vida plena casi por caridad, porque “las pobres también tienen que estar”, y no porque nos lo merecemos tanto o probablemente más que muchos. El prejuicio sexista en el que nos educan a todos hace que tendamos a valorar más a los varones. Diversos estudios demuestran esa ceguera selectiva, como el que hizo la Universidad de Yale en 2013 cuando cogió los proyectos de un chico y una chica que aspiraban a un puesto de laboratorio y los envió para su calificación a 120 catedráticos, hombres y mujeres. El varón, qué casualidad, sacó en todo mejor nota; pero resulta que los dos proyectos eran exactamente iguales, salvo que uno lo firmaba John y otro Jennifer (la mitad de los catedráticos leyó el de él y la otra mitad el de ella).
De manera que no, no pedimos que nos dejen pasar porque estamos discriminadas y tienen que ayudarnos. Pedimos tan sólo que se nos juzgue exactamente igual que se juzga a los hombres, lo cual hasta ahora no ha sucedido. Y para ello primero tenemos que convencernos a nosotras mismas de que valemos tanto o más que ellos (ya digo que el machismo también intoxica a las mujeres) y luego alzar de una vez la voz y empezar a patear metafóricamente todas las puertas.
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