¡Flac! Es la lluvia que cae a torrentes.
La ráfaga que resuena arquea los árboles de la costa Volsinia y se estrella contra el costado de las montañas de Crima. A las piedras altas a lo largo del litoral las carcomen las olas del vasto mar Megalócrido.
¡Frit! ¡Flac!
En el fondo del puerto está escondida la pequeña ciudad de Luktrop, con algunos cientos de casas de miradores verduscos, que las protegen medianamente de los vientos fuertes. Cuatro o cinco calles empinadas, más bien barrancos que calles, empedradas y sucias por la escoria que arrojan los conos eruptivos del fondo. El volcán no está lejos: el Vanglor. Durante el día la presión interior se libera en forma de vapores sulfurosos. Durante la noche, minuto a minuto, vomita flamas. Como un faro que midiera ciento cincuenta kertses, el Vanglor le señala el puerto de Luktrop a los barcos de cabotaje, y a todas las embarcaciones cuyas rodas cortan las aguas del Megalócrido.
Del otro lado de la ciudad se amontonan algunas ruinas de la época crimeriana. A su lado hay un arrabal de aspecto árabe, como una medina, de muros blancos, de techos redondos y de terrazas que el sol devora. Es como una acumulación de cubos de piedra lanzados al azar. Un verdadero amontonamiento de dados, cuyos puntos se hubieran desvanecido bajo la pátina del tiempo. Entre otros, destaca el Seis-cuatro, nombre dado a una construcción rara con una techumbre cuadrada, que tiene seis aberturas en una cara y cuatro sobre la otra. Un campanario domina la ciudad, el campanario cuadrado de Santa Filfilena, con campanas suspendidas en los huecos de los muros, que el huracán hace oscilar algunas veces. Mala señal. Cuando es así, sus habitantes tiemblan.
Éste es Luktrop. Habitaciones, chozas miserables dispersas en el campo en medio de retamas y brezos, como en Bretaña. Pero no estamos en Bretaña. ¿Estamos en Francia? No sé. ¿En Europa? Lo ignoro.
En todo caso no busques Luktrop en el mapa, ni siquiera en el atlas de Stieler.
¡Toc, toc! Alguien toca discretamente a la puerta de la Seis-cuatro, enclavada en el ángulo izquierdo de la calle Messaglière. Es una de las casas más cómodas, si tiene sentido usar esa palabra en Luktrop; es una de las más ricas, si es que ganarse al año algunos miles de fretzers es riqueza.
Al ¡toc! responde uno de esos ladridos salvajes en los que hay aullidos, como si un lobo ladrara. Enseguida se abre una ventana de guillotina sobre la puerta del Seis-cuatro.
—¡Al diablo los inoportunos! —exclama una voz malhumorada y desagradable.
Una chica tiritando bajo la lluvia, envuelta en una capa delgada, pregunta si el doctor Trifulgas está en casa.
—Está y no está, ¡depende!
—Vengo porque mi padre se está muriendo.
—¿Dónde se está muriendo?
—En Val Karniou, a cuatro kertses de aquí.
—¿Y se llama?
—Vort Kartif.
—¿Vort Kartif, el galletero?
—Sí, y si el doctor Trifulgas…
—El doctor Trifulgas no está en casa.
La ventana se cierra de golpe, mientras los frits del viento y los flacs de la lluvia se confunden con un alboroto ensordecedor. CONTINUAR LEYENDO
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