Los griegos hacían suceder sus tragedias en la puerta del palacio, ese umbral donde lo privado se vuelve público, porque desde ahí se puede escuchar el grito de la que habita la casa y oír al mensajero que llega desde tierras extranjeras con la mala nueva. Lo privado en lo público: un filón muy pertinente a la escritura. Me interesa mirar en las vidas comunes, en lo que en ellas hay de pequeño y de íntimo, para comprender los comportamientos de una sociedad.
Ya se sabe: quien mira una casa, ve un mundo, el mundo en el que esa casa ha sido plantada. La confluencia entre una casa y el mundo, entre lo íntimo y lo público, permite ver –como en la escena/umbral que crearon los griegos- de qué modo las decisiones, acciones y omisiones políticas, económicas, sociales, intervienen en nuestras vidas y las determinan. Comprender cómo el liberalismo, la globalización, la dictadura o la guerra van a doler en insospechados rincones de nuestros mundos personales, en nuestra sexualidad, en nuestra condición de padres, o de hijos, o de… Escribimos en un intento de comprender también eso, o tal vez en el deseo de ser comprendidos.
Podríamos decir entonces que las ficciones que una sociedad construye se alimentan de “lo real”, sea esto lo que fuere. Pero ¿testimonia la literatura? Y si lo hace, ¿por qué medios y de qué modo lo hace? En los juicios contra los represores de la última dictadura que se desarrollan actualmente en nuestro país [Argentina], atravesando las formas de lenguaje de la justicia, la crónica periodística o el informe técnico, podemos escuchar las palabras de los sobrevivientes, testigos que treinta años después de los sucesos regresan para dar cuenta de lo que han visto y de lo que les hicieron.
Escucho en los tribunales de Córdoba uno de los testimonios, el relato de una mujer que vive ahora en un país extranjero, una enfermera del dolor, relato preciso, de emotividad contenida, que se extiende sin avanzar un paso más allá de lo visto, o atisbado o escuchado. A lo largo de horas la voz de la mujer sólo se quiebra cuando habla del muñeco de pan que una compañera asesinada hizo para su hija, o para decir que durante toda la noche hubo aquella vez en el patio de la cárcel un hombre estaqueado que pronunciaba sin cesar su nombre, o para contar que más tarde, desde su celda, ella saltó sobre sí misma y alcanzó a ver la sangre del hombre que ya había muerto. Se oye en la sala el testimonio, todos oímos, la precisión de los detalles donde anclan el dolor y la memoria, la conmoción que produce ya no lo sucedido de un modo general (la intelección abstracta de los hechos) sino la minucia que recupera en toda su potencia, en carne viva, la escena. Me pregunto qué podría agregar a esto la literatura, qué herramientas tiene la ficción para narrar hechos tan difíciles de asimilar, de tan alto voltaje emotivo, si para el relato del horror y para la intensidad del dolor, la palabra del sobreviviente no puede ser superada.
La literatura “de memoria”, como toda la literatura por otra parte, necesita construir con las palabras un plus de sentido, una distorsión o un corrimiento de lo conocido o de lo sucedido, una incomodidad radicalizada, que nos saque de toda certeza. Necesita instalar una fisura que nos permita ir más allá de nuestras intenciones –incluso por supuesto más allá de nuestras buenas intenciones- en busca de zonas de nosotros (y por lo tanto también de otros, los posibles lectores) que todavía desconocemos. ¿Existe un más allá del testimonio que le dé a la ficción una razón de ser? Y si existe, ¿dónde o por qué camino buscarlo?, ¿Cómo narrar “eso” (trauma, dictadura, horror, exilio, insilio), diciendo siempre más y siempre otra cosa, un plus o un desvío respecto de la palabra de los testigos?
Hay en cada escritor ideas, posturas, posiciones tomadas, pero a la obra de ficción no vamos a buscar una respuesta, sino más bien a generar un estado de interrogación sobre nuestra sociedad y nuestro pasado y sobre nuestra inserción y relación con ellos, y eso sólo es posible si no se suelda ni clausura, si se abre y deja drenar. Por eso a quien escribe ficciones –mentiras que abren caminos hacia nuevas verdades- no le interesa lo testimonial en sí mismo, ni el rigor histórico ni la prolijidad de la cita, no pretende una fidelidad “histórica”, aunque busque generar un verosímil, sino construir una metáfora del pasado, construirla desde el presente, para intentar comprender tal vez qué y cuánto de todo lo sucedido sigue entre nosotros. La fragmentación, los pensamientos y expresiones relativizándose unos con otros, constituyen una manera de evitar un lenguaje y una verdad monolíticos, que son la zona de riesgo de toda creación. Mientras el lenguaje no se cierre en un relato único, mientras siga existiendo en quien escribe un estado de interrogación tendrán nuestras ficciones cierta garantía de salud. Si el grupo social unifica, congela, suelda, entonces el lugar del escritor puede ser des-soldar, escarbar, abrir la herida que curamos en un lugar y en otro lugar duele. Formas, giros, torsiones a la lengua para construir ese estado de interrogación, siempre en busca de otra cosa, otras cosas, algo más. Desplazamientos y disfuncionalidad del lenguaje. Capas y capas de veladuras, intentando incomodarnos hasta ver lo que todavía desconocemos. Eso es algo que sí puede hacer la ficción: entrar, carecientes de toda certeza, a nuestros puntos ciegos, con la sola lengua de todos -pero forzada, torzada- como herramienta, para construir un no saber que nos lleve hacia nosotros mismos.
La lectura, otra revolución (FCE, 2014)
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