Ilustración: Ricardo Figueroa |
Regresé a pasar un día en aquella pequeña ciudad de L. en la que fui lugarteniente un año y en la que de manera enfebrecida quise volver a verlo todo; los lugares a los que el amor me hizo incapaz de volver, aunque fuera en sueños, sin una triste sacudida, aquellos lugares, sin embargo tan humildes, como los muros de la caserna y nuestro pequeño jardín, que adornaba nada más la gracia plural que la luz carga consigo según la hora, el humor del clima y la estación. Aquellos lugares quedan para siempre en el mundito de mis imaginaciones y los reviste una gran dulzura, una enorme belleza. Aun cuando pasaran meses sin yo pensar en ellos, de repente los percibo, como cuando a la vuelta de un camino empinado se avista un pueblo, una iglesia, un bosquecillo, en la luz cantante de la tarde. Patio de caserna, jardincito donde en verano cenábamos mis amigos y yo, el recuerdo pintado sin duda con esa deliciosa frescura, como a la luz encantadora de la mañana o de la tarde. Cada ínfimo detalle queda iluminado, ahí, y me parece bello. Los veo como desde una colina. Un mundito que se basta a sí mismo, que existe fuera de mí, en su hermosura suave y en su clara luz, tan inesperada. Y mi corazón, mi alegre corazón de entonces, triste por mí ahora y, sin embargo, animado, ya que un instante embelesa al otro, al enfermo y estéril de hoy, mi alegre corazón de entonces está en aquel jardincito soleado, en el patio de la caserna lejana y sin embargo tan cerca, tan en mí, y a la vez tan fuera de mí, tan fuera de alcance y por siempre imposible. Ahí está mi corazón en la ciudad de luz cantante y oigo un claro ruido de campanas que colma las calles rebosantes de sol.
Entonces regresé a pasar un día en aquella pequeña ciudad de L.. Y sentí con menos vivacidad de la que me temía la aflicción de encontrármela menor a como me la encontraba a ratos en el corazón, donde la recobraba de por sí muy poco, lo cual era en verdad muy triste y, a veces, desesperante. Tenemos tanta ocasión fecunda para la desesperanza, que la pereza y un como geniecillo de inconsciencia y no-pensamiento nos hacen perder.
Había yo reencontrado entonces una profunda melancolía entre los hombres y las cosas de allá. Y también enormes alegrías que apenas podría explicar y que nada más dos o tres amigos podrían compartir porque vivieron por completo mi vida en aquellos tiempos. Pero he aquí lo que quiero contar. Antes de irme a cenar, para tomar el tren inmediatamente después, fui a dar la orden de que mi antiguo ordenanza me enviara unos libros olvidados; lo habían destacado a otro sector, a otro regimiento, a un cuartel en la otra punta de la ciudad. Nos encontramos en la calle a esa hora casi desierta, frente a la puertecita de su nuevo regimiento y conversamos diez minutos ahí en la calle toda iluminada por la tarde, y como único testigo estaba el brigadier de guardia que leía un periódico sentado en un bolardo, contra la puertecita. Ya no logro ver con nitidez su rostro, pero era muy alto, un poco delgado con algo deliciosamente fino y dulce en los ojos y en la boca. Ejerció en mí una seducción de veras misteriosa y me puse a cuidar mis palabras y mis gestos, en el intento de agradarle y decir cosas admirables, ya sea por su sentido delicado, por exceso de bondad o por orgullo. Olvidaba decir que yo no iba de uniforme, y que estaba en un faetón que detuve para conversar con mi ordenanza. Pero era imposible que el brigadier de guardia no reconociera el faetón del Conde de C., uno de mis antiguos compañeros de promoción para el grado de lugarteniente, quien lo puso a mi disposición para el día. Mi antiguo ordenanza por lo demás terminaba cada respuesta con: “Mi capitán”, así que el brigadier sabía perfectamente mi rango. Pero la usanza no es que un soldado les rinda honores a los oficiales de civiles, a menos que pertenezcan a su regimiento.
Sentí que el brigadier me escuchaba y había alzado hacia nosotros sus exquisitos ojos serenos, que luego bajó hacia su periódico cuando yo lo miré. Con una pasión deseosa (¿por qué?) de que me mirara me puse mi monóculo y fingí observar hacia cualquier parte, evitando mirar en su dirección. La hora avanzaba, me tenía que ir. No podía prolongar más la entrevista con mi ordenanza. Me despedí de él con una amistad que templé de orgullo a propósito y a causa del brigadier y, observando en un segundo que el brigadier, sentado otra vez en el bolardo, alzaba hacia nosotros sus exquisitos ojos serenos, lo saludé con el sombrero y la cabeza, sonriéndole un poco. Se puso de pie por completo y mantuvo sin dejarla caer, como se hace durante un segundo para el saludo militar, su mano derecha abierta contra la visera del kepí, mirándome fijamente, como es la regla, con una extraordinaria incomodidad. Entonces mientras hacía partir a mi caballo lo saludé cabalmente y fue como a un viejo amigo al que ya le decía en mi mirada y en mi sonrisa cosas de un cariño infinito. Y olvidando la realidad, por ese encantamiento misterioso de las miradas que son como almas y nos transportan a su místico reino donde todo lo imposible queda abolido, permanecí con la cabeza descubierta llevado ya a lo lejos por el caballo, volteando hacia él hasta que lo dejé de ver del todo. Él mantenía el saludo y en verdad dos miradas de amistad, como fuera del tiempo y el espacio, de amistad ya fiable y reposada, se habían cruzado.
Cené tristemente y me quedé dos días angustiado de verdad, con ese rostro en mis sueños que aparecía de pronto, entre temblores y escalofríos. Naturalmente nunca lo volví a ver y no lo volveré a ver jamás. Pero además miren ustedes ahora que no recuerdo muy bien el rostro, y se me aparece solamente como algo muy dulce en aquel espacio muy cálido y rubio de la luz de la tarde, algo triste, sin embargo, por su misterio y su inconclusión.
Marcel Proust
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