domingo, 20 de junio de 2021

LA MÁQUINA DE DAR BESITOS, un cuento de Mempo Giardinelli

El hombre decía que había inventado una máquina de dar besitos.

Como cualquiera se da cuenta, su soledad, tristeza y desesperación eran enormes.

Era un ingeniero forestal que trabajaba en la cría de pinos y eucaliptos en una estación del INTA, pero todas las noches y durante los fines de semana se instalaba en un tallercito que tenía en el fondo de su casa, en Barranqueras, y poco a poco la perfeccionaba. No tenía ningún inconveniente en explicar su funcionamiento, cada vez que alguien se lo preguntaba. Hablaba de ella con una pasión como sólo tienen el viento Norte, los hinchas de fútbol o las personas más necias.

La máquina era una caja metálica, rectangular, de fierro color rosado, y medía casi un metro y medio de alto por unos sesenta centímetros de ancho, y otros tantos de profundidad. Como una enorme caja de zapatos colocada de pie, en el frente tenía dos labios de goma extensibles que se movían a voluntad del operador, quien debía maniobrar un pequeño tablero de comando. En un costado había un micrófono unidireccional en el que se debían decir las palabras clave para que la máquina respondiera. Porque la máquina no estaba hecha para dar besitos porque sí, a cualquiera, sino solamente a quien los mereciese, es decir, al que supiera pedírselos.

Cuando hizo las primeras pruebas, todo resultó satisfactorio. La máquina daba besos de tres clases: en primer lugar besitos mecánicos o de circunstancia, como los que se intercambian entre amigos, los cuales devolvía luego de que se le dijeran frases del tipo “Hola amiga mía” o “Qué gusto volver a verte”. Después estaban los besitos dulces, que la máquina daba con gusto a miel, a menta, a licor de mandarinas o de peras, según la temporada y después de que se le dijeran frases tales como “Hola, mi corazón”, “Déle un beso a su papito” u otras por el estilo. Estos eran besos plurifuncionales, pues tanto podían ser aplicables a las afecciones familiares (fraternales, filiales, o las que se pronuncian ante una abuela o un tío que ha llegado de visita) como a cumpleaños, santos, aniversarios en general. Y por último, la máquina daba besos de amor. Que eran, sin dudas, los más difíciles de conseguir.

Para mucha gente los besos de amor siempre son un problema, pero para la máquina que inventó este hombre mucho más, porque no había manera de que los diera si no se le decían palabras muy amorosas, en frases debidamente organizadas y pronunciadas con determinado énfasis, inflexiones peculiares o susurros llenos de intención. Y a veces hasta era capaz de exigir quejidos gatunos. De manera que el problema era que no sólo había que decir las palabras adecuadas, sino además saber pronunciarlas. Y si no contenían sinceridad, cierta suave pasión o verdadera ternura, la máquina no respondía y permanecía expectante, silenciosa y muda como una esposa que está enojada. Y cuando se hundía en esos silencios obstinados el ingeniero no encontraba modo de hacerla andar, dijera lo que le dijera. Él podía jurarle, por ejemplo, “eres lo más importante de mi vida”, “no podría vivir sin ti”, “mi corazón te pertenece”, e incluso “te amaré toda la vida”, pero ella se mantenía inmutable. Ni siquiera hacía los ruidos característicos de las otras alternativas.

Muy pronto el hombre advirtió que la máquina, que al principio respondía con cierta presteza, se diría que con naturalidad, con el tiempo empezó a ponerse exigente. Quería que se le dijeran frases siempre distintas, renovadas, originales y de fórmulas cada vez más complejas. Decididamente no le gustaba que se le repitieran las mismas palabras más que un par de veces. Y eso forzaba al ingeniero a buscar giros verbales desconocidos, frases alambicadas y cada vez más retorcidas, las que debía pronunciar con entonaciones más y más variadas. Por ejemplo: “Me vuelvo loco por tus besos y me arrancaré el corazón si no me das uno en este mismo momento”, oración que evidentemente perdía a la máquina durante un par de días en los que parecía contenta, entusiasmada, profería extraños ruiditos y hasta era capaz de dar dos besos seguidos, el segundo más largo y apasionado que el primero. CONTINUAR LEYENDO

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