¡Honrad a Indra, el todopoderoso, y después recitad este poema, en el cual hay dulzores y amargores, la esencia de la vida humana!
Sabed que en la sagrada Benarés se celebraron con esplendor las bodas de la virgen Utara y el sabio Aryuna. Queriendo honrar a los novios dispuso el rey de los Matsias grandes festejos. Empezó por reunir toda su corte, y acudieron los dignatarios, reyezuelos y rajaes, cargados de
pedrerías, tan refulgentes, que la sala donde se congregaron parecía un firmamento esmaltado de estrellas. Ante aquel concurso lucidísimo se celebró según los ritos el desposorio; las caracolas, los gumuces, los atambores, resonaron estrepitosa y alegremente en torno del palacio; en la pagoda fueron inmoladas en sacrificio gacelas y vacas, y desfilaron ante el pórtico, en vistosa muestra, las tropas, carros, caballos, elefantes con sus torres, arqueros, infantes, el ejército entero del rey. El cual, así que se hubo celebrado el banquete a la puesta del sol, tomó de la mano a la desposada, y le dijo solemnemente:
«Hermosa eres, doncella: tu presencia, como un vino generoso, derrama embriaguez. Tus formas son de diosa; grandes son tus ojos, tus cejas parecen pétalos de loto, tu voz es como el gorjeo del kokila. El primer don de la mujer es la hermosura, y por eso a ti, milagro de belleza, he querido uncirte a Aryuna, único varón de esta tierra que te merece. Aryuna es piadoso, generoso, sabio, frecuentador de los sacrificios y firme en sus votos. Es el deber encarnado; es todo energía; su inteligencia domina a la naturaleza, sus mortificaciones le aproximan a las esferas celestes. Sabe de memoria el astra de los tres mundos, de las cosas móviles e inmóviles; y ni entre los demonios ni entre los dioses hay quien esté más versado que él en todo conocimiento. Es fuerte y verídico; ha vencido sus órganos y sus sentidos, y su gloria es como la del sol al amanecer. Regocíjate, virgen, de ser el loto que embalsama el jardín del corazón de Aryuna. Sólo una vez es entregada la virgen al esposo; sólo al esposo pertenece ya tu vida, divina Utara».
Juntando las manos en forma de copa, como se hace ante el altar, Utara reverenció la arenga del rey, y escoltada por otras doncellas se dirigió a la cámara donde ya esperaba Aryuna, sentado en el lecho de marfil que revestían densas pieles.
Se retiró la comitiva, y Utara, lentamente, avanzó hacia su esposo. Se la podía comparar a la luna, que en aquel mismo instante ascendía por el cielo, sombríamente azul, y cuyos rayos argentaban el mármol del pavimento y el ligero chorro del surtidor perfumado que caía en un piloncillo, en medio de la estancia. Su andar era rítmico; sus brazaletes resonaban con suave choque musical, y sus collares de perlas, escalonados sobre el seno desnudo, subían y bajaban como la blanda ola que la playa, alternativamente, rechaza y acoge. Bajo las perlas y el seno delicado, el corazón de Utara saltaba como gacela que escuchó al chacal rugir a corta distancia. Aryuna se levantó, y empujando sin violencia a su esposa, la hizo sentarse cerca de él, en un taburete. CONTINUAR LEYENDO
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