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martes, 24 de junio de 2025

"EL ACERTIJO". Un cuento de ciencia ficción de Stanislaw Lem

El padre Cincán, el Doctor Magnéticus, se hallaba sentado en su celda, y en aquel monacal silencio, mientras estudiaba el comentario de Clorofanto Omnicki sobre el famoso fragmento sexto, "Acerca de la creación de los robots", el crujido de sus huesos resonaba con fuerza cuando se movía, pues había decidido dejar de practicar la mortificación mediante los ungüentos. Concentrado, tras haber terminado el versículo que aborda la programación del Universo, ojeaba las coloreadas láminas que representaban al Señor en el acto de insuflar el espíritu en el hierro, su preferido entre todos los metales. En ese momento, el padre Clorián entró en la celda sin hacer ruido y permaneció tranquilamente junto a la ventana para no interrumpir las meditaciones de tan eximio teólogo.

–¿Qué tal, mi Cloriancito? ¿Qué me cuentas? –lo saludó poco después el padre Cincán, levantando sus cristalinos ojos del volúmine.

–Señor y Padre –dijo aquel–, le traigo el Halogénico, el libro que el Santo Oficio proscribió recientemente; un libro nacido del susurro satánico que fue escrito por el terrible Marmagedón Lapidor. Incluye la descripción de los obscenos experimentos con los que este intentó derrocar al Poder verdadero.

Dicho eso, colocó delante del padre Cincán un fino librito que había sido debidamente sellado por el Santo Oficio.

El anciano se frotó la frente y de ella se desprendió un poco de herrumbre que fue a caer sobre las páginas del folleto, que había tomado en el ínterin con gran rapidez, mientras pronunciaba estas palabras:

–¡No es nada terrible, nada terrible, mi Clorete! Más bien desgraciado a causa de sus errores…
Mientras hablaba, hojeaba el macilento libro y, al advertir los nombres de capítulos tales como "Sobre los ductilaxos, los morbidacos y los maleabilis Pallens", "Sobre los lácteos pensantes", "Sobre la génesis de la Razón de una Máquina Irracional", apareció en sus labios una insignificante sonrisa, a la vez que bondadosa, hasta que al fin dijo:

–Tú, Clorete, y tu Santo Oficio, por el que tengo un más que profundo respeto, abordáis este asunto de una forma totalmente errónea. ¿Qué es lo que, en realidad, tenemos aquí? Pues, simplemente, puñetas en vinagre, soberanas tonterías, falsas leyendas interpretadas por enésima vez y cuya trama se basa bien en aquellos blandurrios, morbiduchos o maleables Pallens (según otros apócrifos), o bien en los Gelatinados, que supuestamente nos crearon, hace muchísimo tiempo, a base de alambre y de tornillos.

–¡Por el Altísimo! –exclamó el padre Clorián, estremeciéndose.

–De poco sirve maldecir a diestro y siniestro –dijo el padre Cincán, y prosiguió su alegato bondadosamente–: En realidad, ¿no es más sensata la postura del padre Etérico, de los Ciclotrones, quien, hace ya tres décadas, afirmó que no era éste un problema de carácter teológico sino más bien propio de las ciencias naturales?

–Pero, padre Cincán –repuso el padre Clorián, con un fatigoso hilo de voz que adelgazaba por momentos–, está prohibido proclamar esa doctrina ex cathedra. Si no la hemos censurado ya, es únicamente por la devoción de su autor, quien… CONTINUAR LEYENDO

domingo, 4 de agosto de 2024

"EL GRAN GRAMATIZADOR AUTOMÁTICO". Un cuento de Roald Dahl

—Bueno, Knipe, muchacho. Ya está todo acabado. Le he llamado simplemente para decirle que pienso que ha hecho un buen trabajo.

Adolph Knipe estaba de pie, inmóvil, ante la mesa del despacho del señor Bohlen. No parecía en absoluto entusiasmado.

—¿No está usted contento?

—Claro que sí, señor Bohlen.

—¿Ha visto lo que decían los periódicos esta mañana?

—No, señor.

El hombre que estaba detrás de la mesa atrajo hacia sí un periódico doblado y se puso a leer:
—«Acaba de concluirse la construcción de la gran calculadora automática, encargada por el gobierno hace algún tiempo. Probablemente se trata de la calculadora automática más rápida que existe en la actualidad en el mundo. Su función consiste en satisfacer la creciente necesidad de la ciencia, la industria y la administración de realizar con rapidez determinados cálculos automáticos, que en el pasado, y siguiendo métodos tradicionales, hubieran resultado físicamente imposibles o hubieran requerido más tiempo del que podían justificar los problemas que había que resolver. La velocidad a la que funciona la nueva máquina, ha declarado el señor Bohlen, director de la empresa de ingeniería eléctrica responsable de su construcción, puede calibrarse por el hecho de que en cinco segundos da la respuesta correcta a un problema que un matemático tardaría un mes en descifrar. En tres minutos puede realizar un cálculo que, a mano (y en el caso de que fuera posible), llevaría medio millón de hojas de papel tamaño folio. La máquina funciona con impulsos eléctricos, a razón de un millón por segundo, y puede resolver todos los cálculos basados en la suma, la resta, la multiplicación y la división. A efectos prácticos, sus posibilidades son ilimitadas…».
El señor Bohlen levantó la mirada hacia la alargada y melancólica cara del joven.

—¿No se siente orgulloso, Knipe? ¿No está usted contento?

—Naturalmente, señor Bohlen.

—No creo que sea necesario recordarle que su contribución ha sido muy importante, sobre todo en los planes originales. En realidad, podría decir que sin usted y algunas de sus ideas es posible que este proyecto estuviera aún en los tableros de dibujo.

Adolph Knipe restregó los pies sobre la alfombra mientras observaba las manos de su jefe, pequeñas y blancas, los dedos nerviosos que jugueteaban con un clip, estirando las curvas en forma de horquilla. No le gustaban las manos de aquel hombre, ni su cara, con aquella boca minúscula y aquellos labios finos de un rojo púrpura. Resultaba desagradable cómo movía sólo el labio inferior cuando hablaba. CONTINUAR LEYENDO

lunes, 29 de abril de 2024

La guadaña, un siniestro cuento de Ray Bradbury

DE REPENTE SE ACABÓ EL CAMINO. Recorría el valle como cualquier otro camino, entre laderas de tierra yerma y pedregosa y encinas, y después junto a un gran campo de trigo solo en aquel desierto.

Llegaba junto a la pequeña casa blanca que pertenecía al campo de trigo y allí desaparecía, como si ya no fuera necesario.

No importaba demasiado porque allí mismo se les había terminado la gasolina. Drew Erickson frenó el viejo cacharro y permaneció sentado allí, sin hablar, contemplándose las grandes y rugosas manos de granjero.

Molly dijo, sin moverse del rincón donde estaba, junto a él: -Seguramente hemos tomado un desvío equivocado.

Drew asintió.

Los labios de Molly estaban casi tan blancos como su rostro, pero secos, mientras que su iel aparecía bañada de sudor. Su voz sonaba opaca, sin la menor expresión.

-Drew, ¿qué vamos a hacer ahora?

Drew se miró las manos. Manos de granjero a las que el viento, seco y hambriento, que nunca tenía bastante buena marga que comer, les había arrebatado la granja.

Los niños, que iban en el asiento de atrás, se despertaron y asomaron las cabezas por entre los bultos y mantas polvorientos, por encima del respaldo del asiento, y preguntaron: -¿Por qué nos paramos, papá? ¿Vamos a comer ahora, papá? Papá, tenemos mucha hambre.

¿Podemos comer ahora, papá?

Drew cerró los ojos. Aborrecía la visión de sus manos.

Los dedos de Molly rozaron su muñeca con suavidad, dulcemente.

-Drew, quizá en esa casa nos podrían dar algo para comer.

Una arruga apareció junto a su boca.

-Mendigar -masculló-. Ninguno de nosotros ha mendigado nunca ni mendigará ahora.

La mano de Molly se cerró sobre su muñeca. Al volverse vio sus ojos y también los de Susie y del pequeño que le miraban. Poco a poco fue cediendo la rigidez de su cuello y de su espalda. Su rostro se puso blando e inexpresivo, informe, como una cosa que ha sido golpeada con dureza durante demasiado tiempo. Bajó del coche y emprendió el camino hacia la casa. Caminaba sin seguridad, como un hombre enfermo o medio ciego.

La puerta de la casa estaba abierta. Drew llamó tres veces. En el interior sólo había un silencio y una cortina blanca en la ventana moviéndose en el aire pesado, caliente. Lo sabía antes de entrar. Sabía que la muerte estaba dentro de la casa. Era ese tipo de silencio.

Cruzó por un pequeño vestíbulo a un cuarto de estar limpio y no muy grande. No pensaba en nada. Estaba más allá de todo pensamiento. Iba en dirección a la cocina, sin preguntar, como un animal.

Entonces, al mirar por una puerta abierta, vio al muerto.

Era viejo y descansaba sobre una cama limpia y blanca. Llevaba poco tiempo muerto porque aún no había perdido esa última expresión tranquila, de paz. Debió saber que iba a morir porque vestía sus ropas de enterrar: un viejo traje negro, limpio y aseado, una camisa blanca y una corbata negra. 

En la pared, junto a su cama, se apoyaba una guadaña. Entre las manos del anciano había una espiga de trigo, todavía fresca. Una espiga madura, dorada y cargada de grano. CONTINUAR LEYENDO

lunes, 6 de noviembre de 2023

"SUEÑOS DE ROBOT". Un cuento de Isaac Asimov

—Anoche tuve un sueño —dijo LVX-1 con voz tranquila.
Susan Calvin no le respondió, pero su viejo rostro, surcado por las arrugas de la sabiduría y la experiencia, pareció sufrir una especie de cambio microscópico.
—¿Ha oído eso? —le preguntó Linda Rash con nerviosismo—. Ya se lo había dicho.
Era morena, joven y no muy alta. Su mano derecha se abría y se cerraba, una y otra vez.
Calvin asintió.
—Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que yo vuelva a pronunciar tu nombre —dijo en tono mesurado.
No hubo respuesta alguna. El robot permaneció inmóvil como si no fuera más que un bloque de metal y así permanecería hasta que oyera otra vez su nombre.
—¿Cuál es su código de entrada al ordenador, doctora Rash? —dijo Calvin—. Si se siente más cómoda, tecléelo usted misma. Quiero inspeccionar la disposición del cerebro positrónico.
Las manos de Linda manipularon torpemente las teclas durante un segundo. Tuvo que borrar lo que había marcado y empezar de nuevo. La imagen apareció en la pantalla.
—Por favor, ¿me da su permiso para operar con su ordenador? —dijo Calvin.
El permiso le fue concedido con un gesto de cabeza. ¡Por supuesto! ¿Qué podía hacer Linda, una robopsicóloga nueva y carente de experiencia, enfrentada a la Leyenda Viviente?
Susan Calvin estudió lentamente la pantalla mientras variaba el enfoque. De pronto sus dedos teclearon con tal rapidez que Linda no logró ver qué había hecho, pero la imagen había cambiado para contener ahora, ampliada, sólo una porción de la imagen anterior. Los viejos dedos nudosos de Susan Calvin siguieron moviéndose sobre las teclas.
En su rostro de anciana no hubo el menor cambio. Sus ojos contemplaban las variaciones de la imagen como si su mente estuviera concentrada en una interminable serie de cálculos.
Linda no entendía nada. Era imposible analizar la imagen sin tener, como mínimo, un ordenador manual al lado, pero la Vieja se limitaba a mirarla. ¿Tenía acaso un ordenador implantado en el cráneo? ¿O era sólo que su cerebro llevaba ya décadas sin hacer nada que no fuera diseñar, estudiar y analizar las posibles modulaciones de un cerebro positrónico? ¿Era capaz de aprehender esa imagen al igual que Mozart comprendía las notas de una sinfonía?
—¿Qué ha hecho, Rash? —dijo finalmente Calvin.
—Utilicé la geometría fractal —dijo Linda, algo cohibida.
—Eso ya lo había supuesto. Pero ¿por qué?
—Jamás se había hecho. Pensé que con ello se produciría un cerebro de mayor complejidad, posiblemente más cercano al de un ser humano.
—¿Consultó con alguien? ¿Fue todo cosa suya?
—No consulté con nadie. Fue cosa mía.
Los mortecinos ojos de Calvin se clavaron largo tiempo en la joven. CONTINUAR LEYENDO

miércoles, 26 de julio de 2023

"PARTIR ES MORIR UN POCO". Un cuento de Jacques Sternberg

14 de marzo

No me he movido desde hace un cuarto de hora.

Podría creer que mi carne se ha convertido en una nueva materia y que mi cuerpo se ha soldado al muro que parece chuparme con su mugre y todas sus cicatrices gangrenadas.

Mis ojos no se han movido desde hace un cuarto de hora. Petrificado en una única visión, como fascinado por su absoluta falta de interés, miro la gran mancha de humedad que devora uno de los ángulos de mi celda. En tres semanas de encierro he visto a esta mancha cambiar de forma todos los días. Pero esta mañana no he tratado ni siquiera de saber el fantasma de qué objeto me sugerían sus contornos. La miro simplemente. Sintiendo quizás en forma vaga la armonía secreta que liga mis pensamientos al color turbio de la mancha. ¿Qué decir? ¿Qué pensar? ¿Estoy pensando en realidad? ¿Entonces lo que acabo de saber autoriza a un pensamiento lógico, a una red de pensamientos? ¿Es posible traducir en deducciones lo que a pesar de todo se han negado a traducir en palabras, por otra parte muy simple? ¿Se puede hacer entrar una botella de un litro en un litro de agua?

Hace tres semanas que espero al hombre que entró esta mañana en mi celda.

Pues, desde el momento en que fui condenado a muerte, espero con cierto disgusto al hombre que debe anunciarme que me han acordado el derecho de vivir. Vino esta mañana. Pronunció las palabras que yo preveía.

-Ha sido usted indultado.

-Sabe usted bien que no tengo ganas de vivir -le respondí

-No vivirá -me dijo.

Vaciló un instante antes de explicarme por qué. Parecía un poco ebrio, como sobrepasado por la situación. Tenía por qué, en verdad.

-Usted no será ejecutado, pero no vivirá. La ejecución debía tener lugar el 18 de abril, al alba. Pero en esa fecha no habrá nadie para proceder a una ejecución.

-¿Nadie?

-Así es.

En ese momento, él me reveló los hechos. Ya no más gente, ya no más mundo, además. La tierra está, en efecto, condenada a muerte. Como yo. Más que yo. El 4 de abril a las diez de la mañana, en el lugar del mundo no habrá nada. Nada más que un vacío como cualquier otro. ¿El infinito puede pasársela sin la tierra? Así parece. Sin duda ni siquiera notará este incidente privado de consecuencias en el absoluto. Un mundo de más o de menos, ¿qué importancia tiene? CONTINUAR LEYENDO

martes, 29 de noviembre de 2022

"LA POLILLA". Un cuento de H. G. Wells

Probablemente haya oído hablar de Hapley, no WT Hapley, el hijo, sino el célebre Hapley, el Hapley de Periplaneta Haplüa, Hapley el entomólogo.

Si así es, conocerá al menos la gran enemistad entre Hapley y el profesor Pawkins, aunque algunas de sus consecuencias sean nuevas para usted. Para aquellos que no están al tanto serán necesarias dos o tres palabras de explicación que el lector perezoso puede repasar de un vistazo si así se lo pide su indolencia.

Es sorprendente lo ampliamente extendida que está la ignorancia de asuntos de tantísima importancia como esta enemistad Hapley-Pawkins. Lo mismo sucede con esas controversias que hacen época, esas que han convulsionado a la Sociedad Geográfica, son, lo creo de veras, casi completamente desconocidas fuera de los socios que constituyen esa institución. He oído a hombres bastante cultos referirse a las grandes escenas de esas reuniones como riñas de sacristía. Sin embargo, el gran odio entre los geólogos ingleses y escoceses ha durado ya medio siglo y ha dejado profundas y abundantes marcas en el cuerpo de la ciencia. Y este asunto entre Hapley y Pawkins, aunque quizás una cuestión más personal, levantó pasiones tan profundas, incluso más profundas. El hombre de la calle no tiene ni idea del celo que anima a un investigador científico, la furia de contradicción que se puede provocar en él. Es una nueva forma del odium teologicum. Hay hombres, por ejemplo, que estarían contentos de quemar a Sir Ray Lankaster en Smithfield por su tratamiento de los Moluscos en la Enciclopedia Británica. Esa fantástica extensión de los cefalópodos para cubrir los Pteropodos… Pero me estoy desviando de Hapley y Pawkins. Esta enemistad comenzó hace muchos años con una revisión de los Microlepidópteros —sean lo que sean— por Pawkins, en la que extinguió una nueva especie creada por Hapley. Hapley, que siempre fue peleón, respondió con una mordaz denuncia de toda la clasificación de Pawkins [Observaciones sobre una reciente recesión de los Microlepidópteros, Boletín trimestral, Real Sociedad de Entomología]. Pawkins, en su Réplica [Réplicas a ciertas observaciones… Ibíd., 1864.], sugirió que el microscopio de Hapley era tan defectuoso como su capacidad de observación y le llamaba entrometido irresponsable —Hapley en esa época no era catedrático. En su contestación [Ulteriores observaciones… Ibíd.] Hapley hablaba de torpes coleccionistas y describía, como por error, la revisión de Pawkins como un milagro de ineptitud. Era la guerra a cuchillo. Sin embargo apenas si interesaría al lector entrar en los detalles de la disputa entre estos dos grandes hombres y cómo la ruptura entre ellos se fue haciendo más profunda hasta que partiendo de los microlepidópteros estuvieron en guerra en cualquier cuestión abierta en entomología. Hubo ocasiones memorables. A veces las reuniones de la Real Sociedad de Entomología se parecían más que nada al Congreso de los Diputados. En conjunto creo que Pawkins estaba más cerca de la verdad que Hapley. Pero Hapley era muy hábil con su retórica, tenía un talento para ridiculizar raro en un hombre de ciencia, estaba dotado de una gran energía y tenía una aguda susceptibilidad para la ofensa en el asunto de las especies extinguidas, mientras que Pawkins era un hombre de presencia aburrida, monótono al hablar, de constitución no muy distinta a un barril de agua, excesivamente escrupuloso con los testimonios y se sospecha que intermediario en los nombramientos para puestos en los museos. Así que los jóvenes se agruparon en torno a Hapley y le aplaudieron. Fue una gran lucha, cruel desde el principio, y que llegó finalmente a un antagonismo implacable. Los sucesivos giros de la fortuna con ventajas primero para uno y después para el otro, con Hapley atormentado por algún éxito de Pawkins o Pawkins ensombrecido por Hapley, pertenecen más bien a la historia de la entomología que a esta narración. CONTINUAR LEYENDO



domingo, 30 de octubre de 2022

"HIJA DE SANGRE". Un cuento de ciencia ficción de Octavia Butler

Mi última noche de niñez comenzó con una visita a casa. La hermana de T’Gatoi nos había regalado dos huevos estériles. T’Gatoi les dio uno a mi madre, mi hermano y mis hermanas. Insistió en que el otro me lo tomara yo entero. No importaba. Seguía habiendo suficiente para que todos nos sintiéramos bien. Casi todos. Mi madre no quiso tomar. Sentada, vigilaba mientras todos los demás nos dejábamos ir y soñábamos sin ella. Sobre todo me vigilaba a mí.

Yo estaba tumbado contra la parte inferior de T’Gatoi, larga y aterciopelada, sorbiendo mi huevo a cada rato, preguntándome por qué mi madre se negaba a sí misma aquel placer totalmente inofensivo. Tendría menos canas si se lo permitiera de vez en cuando. Los huevos prolongaban la vida, el vigor. Mi padre, que nunca rechazó un huevo en su vida, vivió casi dos veces más de lo que le habría correspondido. Y, hacia el final de su vida, cuando debería haber estado aflojando el ritmo, se casó con mi madre y tuvo cuatro hijos.

Pero mi madre parecía conforme con envejecer antes de lo debido. Vi cómo apartaba la vista cuando varias de las extremidades de T’Gatoi me aproximaron hacia sí con firmeza. A T’Gatoi le gustaba nuestro calor corporal y lo aprovechaba siempre que podía. Cuando era pequeño y pasaba más tiempo en casa, mi madre solía intentar explicarme cómo comportarme con T’Gatoi, cómo ser respetuoso y siempre obediente porque T’Gatoi era la funcionaria del gobierno tlic a cargo de la Reserva y, por lo tanto, el miembro más importante de su especie en contacto directo con los terranos. Mi madre decía que era un honor que una persona semejante hubiera elegido entrar en la familia. Cuando más formal y seria se ponía mi madre era cuando mentía.

No tenía ni idea de por qué estaba mintiendo, ni sobre qué. Claro que era un honor tener a T’Gatoi en la familia, pero poco tenía de novedad. Mi madre era amiga de T’Gatoi de toda la vida, y a T’Gatoi no le interesaba que nos mostrásemos honrados por su presencia en una casa que consideraba su segundo hogar. Siempre entraba sin más, se subía a uno de sus sofás especiales y me llamaba para que fuera a hacerla entrar en calor. Era imposible ser formal con ella, tumbado contra su cuerpo y oyéndola quejarse, como de costumbre, de que estaba demasiado flaco. CONTINUAR LEYENDO


viernes, 5 de noviembre de 2021

ASFALTO. Un cuento de Carlos Buiza.

El intenso brillo del sol reverberaba en las calles y en las blancas fachadas de las casas; el hombre deambulaba, sudando, bajo el calor del verano.

—¡Dios, debe hacer mil grados!

Debía andar, sin embargo; el médico le había dicho que cinco o seis kilómetros diarios, por lo menos. Era, quizá, la primera vez que lamentara la corta distancia entre su casa y el trabajo. Veía de vez en cuando algunas personas apresuradas que huían del calor de la calle, visiones fugaces que desaparecían por cualquier esquina. La goma del bastón y la guarda metálica de su pierna derecha, escayolada, establecían un ritmo de percusión, lleno también de calor y abotargamiento. El sombrero de esterilla le protegía, pero hacía bajar por su frente gotas de sudor que él enjugaba de vez en cuando, deteniéndose.

«Es un día agobiante…, un día de infierno», pensaba el hombre.

Después de haber recorrido algunas manzanas procurando mantenerse siempre al resguardo de la sombra, emprendió, como todos los días, el regreso a su casa.

Un perro sin collar, vulgar y feo, le asustó al salir inesperadamente de una esquina. Alargó el bastón para ahuyentarle, y el perro cambió de dirección, cruzando la calle. A su vez, el hombre se dispuso a cruzarla. Miró a ambos lados, inútilmente, pues no pasaba ningún vehículo. Apoyó el bastón en el caliente asfalto y adelantó una pierna; pero el bastón permaneció rígido en el mismo punto y casi le hizo perder el equilibrio. El hombre juró entre dientes. Tiró de él. Estaba bien fijo en el reblandecido alquitrán. Bajó de la acera, sintiendo cómo la guarda metálica de la pierna se hundía también en la pastosa mezcla.

—¡Maldita sea, debo ser imbécil! —dijo en voz alta.

Apoyándose en su pierna sana hizo presión con el pie. Pero el hierro se había clavado rígidamente y parecía no querer salir de allí. Se ayudó con las manos, tirando de la escayola y, a cada intento, la cara se le ponía más colorada; después se dio cuenta que el zapato también se había hundido un poco, privando a la pierna sana de movimiento.

Comprendió que se había clavado en el asfalto, sin posibilidad de salir, a no ser que recibiese ayuda.

Miró a ambos lados de la calle, pero no pasaba nadie.

—Tendré que esperar…

Había transcurrido una hora y el hombre continuaba en su prisión. La calle seguía solitaria. En una ocasión creyó ver a alguien; después comprobó que se trataba del perro que él mismo había espantado momentos antes.

Había hecho algunos intentos para desasirse de la negra pasta, sin resultados. Ahora esperaba, simplemente. «Esto, pensaba, me pasa por estúpido; ¿quién me manda pasear a estas horas?… Aunque la culpa no es mía…, el alquitrán no debería derretirse por mucho calor que haga. Por lo menos no de esta forma.» Pero, fuese como fuese, estaba allí encerrado y tenía que salir. CONTINUAR LEYENDO

lunes, 13 de julio de 2020

Podemos recordarlo todo por usted, un cuento de Philip K. Dick.

 Despertó..., y añoró Marte. Pensó en los valles. ¿Cómo sería poder vagar por ellos? Maravilloso, sin duda; su sueño creció a medida que despertaba a la plena conciencia, el sueño y el anhelo. Casi podía sentir la presencia protectora del otro mundo, que sólo los agentes del gobierno y los altos funcionarios habían visto. Un empleado como él no era probable que llegase a verlo nunca... —Te levantas o no? —preguntó soñolienta Kristen, su esposa, con su habitual y feroz mal humor—. Si te levantas, pulsa el botón del café caliente en la cocina. 

—Está bien —dijo Douglas Quail, y se fue descalzo del dormitorio a la cocina.

Allí, después de pulsar solícitamente el botón del café, se sentó a la mesa, sacó una pequeña lata de fino rapé Dean Swift, inhaló profundamente, y la mezcla penetró por su nariz, quemándole el paladar. Pero aun así siguió inhalando; le despertaba y permitía que sus sueños, sus deseos nocturnos y sus ansias difusas se condensasen en una estructura más o menos racional. 

Iré, se dijo. Antes de morir veré Marte. Era imposible, claro, y lo sabía, incluso mientras soñaba. Pero la claridad del día, el rumor mundano de su mujer que se cepillaba ahora el pelo ante el espejo del dormitorio, todo conspiraba para recordarle lo que era. Soy un mísero empleaducho, se dijo amargamente. Kristen se lo recordaba por lo menos una vez al día. No se lo reprochaba; era obligación de la esposa hacer bajar al marido a tierra, hacerle asentar los pies en el suelo. A la Tierra, pensó, y se echó a reír. La imagen era en este caso perfectamente literal. 

—¿Qué andas olisqueando? —preguntó su mujer irrumpiendo en la cocina, arrastrando su larga bata rosa—. Un sueño, supongo. Siempre andas con sueños. 

—Sí —dijo él, y miró por la ventana de la cocina hacia los vehículos aéreos y los canales de tráfico y toda la gentecilla apresurada que corría a trabajar. No tardaría en unirse a ellos. Como siempre. 

—Supongo que se relacionará con alguna mujer —dijo torvamente Kristen. 

—No —respondió—. Con un dios. El Dios de la Guerra. Tiene maravillosos cráteres con toda clase de vida vegetal creciendo en las profundidades. CONTINUAR LEYENDO