Qué decir cuando las palabras ya no nos dicen nada,
cuando “un niño ahogado tras volcar su patera”
ya no nos hace ser niño, mi aHogado, ni hundirnos con él en el naufragio
ni ser madre que se sentirá morir el resto de sus días
asfixiada por cada minuto de la condena de la vida salvada.
Para qué escribir “una mujer embarazada ha muerto bajo las bombas”
si las palabras también están heridas de muerte,
si no tienen quién las haga carne,
quién se deje hacer por ellas jirones,
quién las convierta en grito,
quién las abrace en el desconsuelo.
Para qué seguir contando si de tanto contabilizar
las cifras nos han vuelto burócratas del dolor
y las masacres no cuentan ni cuando son genocidio.
Para qué teclear masacre o genocidio si no cuentan.
Urgía resucitar las palabras,
insuflar vida en los oyentes,
si al final no llegase un
“Sinceramente, los muertos me dan igual”
que nos revela que el problema no era de las palabras,
ni de los que las escriben,
ni de los que nos matan,
ni de los que sobreviven.
El problema era,
es,
que,
sinceramente,
los muertos nos dan tan igual
como los vivos.
-"No es posible crecer en la intolerancia. El educador coherentemente progresista sabe que estar demasiado seguro de sus certezas puede conducirlo a considerar que fuera de ellas no hay salvación. El intolerante es autoritario y mesiánico. Por eso mismo en nada ayuda al desarrollo de la democracia." (Paulo Freire). - "Las razones no se transmiten, se engendran, por cooperación, en el diálogo." (Antonio Machado). - “La ética no se dice, la ética se muestra”. (Wittgenstein)
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