jueves, 27 de enero de 2022

“VICENTE”: un cuento de Miguel Torga. Traducción de Amador Palacios

Aquella tarde, a esa hora en que el cielo se mostraba más duro y más siniestro, Vicente abrió sus alas negras y partió. Cuarenta días habían transcurrido ya desde que, integrado en la leva de los elegidos, realizó su entrada en el Arca. Pero desde el primer momento todos notaron que en su espíritu no había paz. Silencioso y enfurruñado, iba de acá para allá con una agitación continua, como si aquel enorme navío donde el Señor había preservado la vida fuese un ultraje a la creación. En semejante algarabía -lobos y corderos hermanados bajo el mismo destino-, sólo su figura negra y seca se mantenía rebelde frente al procedimiento de Dios. Con silenciosa indignación, se preguntaba: ¿bajo qué propósito estaban los animales inmiscuidos en confuso dilema de torre de Babel? ¿Qué tenían que ver los animales con esas fornicaciones de los hombres que el Creador quería castigar? Justos o injustos, los altos designios que habían determinado aquel diluvio, chocaban con un hondo sentimiento de irreprimible repulsa. Y cuanto más inexorable se mostraba la prepotencia, más crecía la insurrección de Vicente.

Cuarenta días, no obstante, su carne flaca lo retenía allí. Ni siquiera él mismo podría precisar cómo había bajado desde el Líbano hasta el muelle de embarque y, después, en el Arca, por tanto tiempo había recibido de las manos serviles de Noé la ración cotidiana. Pero había podido vencerse. Había, en fin, conseguido, superar el instinto de la propia conservación, y abrir las alas al encuentro de la terrible inmensidad del mar

La insólita partida fue contemplada por grandes y pequeños con respeto callado y contenido. Pasmados y asombrados, lo vieron, temerario, con el pecho abierto, atravesar el primer muro de fuego con el que Dios le quiso impedir la fuga, sumiéndose, a lo lejos, en los confines del espacio. Mas nadie dijo nada. Su gesto fue en aquel momento el símbolo de la universal liberación. Una convicción de protesta activa contra el arbitrio que dividía a los seres en elegidos y condenados.

Pero, persistiendo todavía en el interior de todos aquel regusto de redención, desde lo alto, tan amplia como un trueno, penetrante como un rayo, terrible, la voz de Dios:

-Noé, ¿dónde está mi siervo Vicente?

Bípedos y cuadrúpedos habían quedado petrificados. Sobre un diáfano toldo de ilusiones, se posó, pesada, una mortaja de silencio.

Nuevamente, el Señor había paralizado las conciencias y el instinto, y reducía a una pura pasividad vegetativa el residuo de la materia palpitante. CONTINUAR LEYENDO


No hay comentarios:

Publicar un comentario