La familia fue llegando poco a poco. Los que vinieron de Olaria estaban muy bien vestidos porque la visita significaba al mismo tiempo un paseo a Copacabana. La nuera de Olaria apareció vestida de azul marino, con adornos de chaquira y unos pliegues que disimulaban la barriga sin faja. El marido no vino por razones obvias: no quería ver a los hermanos. Pero mandó a la mujer para que no parecieran rotos todos los lazos, y ella vino con su mejor vestido para demostrar que no precisaba de ninguno de ellos, acompañada de sus tres hijos: dos niñas a las que ya les estaba naciendo el pecho, infantilizadas con olanes color rosa y enaguas almidonadas, y el chico acobardado por el traje nuevo y la corbata.
Zilda —la hija con la que vivía quien cumplía años— había dispuesto sillas unidas a lo largo de las paredes, como en una fiesta en la que se va a bailar, y la nuera de Olaria, después de saludar con la cara adusta a los de la casa, se apoltronó en una de las sillas y enmudeció, la boca apretada, manteniendo su posición de ultrajada. «Vine por no dejar de venir», le dijo a Zilda, sentándose en seguida, ofendida. Las dos chiquillas de color rosa y el chico, amarillos y muy peinados, no sabían muy bien qué actitud tomar y se quedaron de pie al lado de la madre, impresionados con su vestido azul marino y las chaquiras.
Después vino la nuera de Ipanema con dos nietos y la niñera. El marido llegaría después. Y como Zilda —la única mujer entre los seis hermanos y la única que, como estaba decidido desde hacía años, tenía espacio y tiempo para alojar a la del cumpleaños—, como Zilda estaba en la cocina ultimando con la sirvienta las croquetas y los sándwiches, quedaron: la nuera de Olaria muy dura, con sus hijos de corazón inquieto a su lado; la nuera de Ipanema en la hilera opuesta de las sillas, fingiendo ocuparse del bebé para no encarar a la concuñada de Olaria; la niñera, ociosa y uniformada, con la boca abierta.
Y a la cabecera de la mesa grande, la del aniversario, que ese día festejaba sus ochenta y nueve años.
Zilda, la dueña de la casa, había arreglado la mesa temprano, llenándola de servilletas de papel de colores y vasos de cartón alusivos a la fecha, esparciendo globos colgados del techo en algunos de los cuales estaba escrito «¡Happy Birthday!», en otros: «¡Feliz cumpleaños!». En el centro había dispuesto el enorme pastel. Para adelantar el expediente, había arreglado la mesa después del almuerzo, apoyando las sillas contra la pared, y mandó a los chicos a jugar en la casa del vecino para que no la desarreglaran.
Y, para ganar tiempo, había vestido a la festejada después del almuerzo. Desde ese momento le había puesto la presilla con el broche alrededor del cuello, esparciendo por arriba un poco de colonia para disfrazarle aquel olor a encierro, y la había sentado a la mesa. Y desde las dos de la tarde quien cumplía años estaba sentada a la cabecera de la ancha mesa vacía, tiesa, en la sala silenciosa.
De vez en cuando era consciente de las servilletas de colores. Miró curiosa a uno u otro globo que los coches que pasaban hacían estremecer. Y de vez en cuando aquella angustia muda: cuando seguía, fascinada e impotente, el vuelo de la mosca en tomo al pastel. CONTINUAR LEYENDO
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