Hubo un tiempo en que las calles de Barcelona se tenían de luz de gas al anochecer y la ciudad amanecía rodeada de un bosque de chimeneas que envenenaba el cielo de escarlata. Barcelona se asemejaba por entonces a un acantilado de basílicas y palacios entrelazados en un laberinto de callejones y túneles atrapados bajo una bruma perpetua de la cual sobresalía una gran torre de ángulos catedralicios, aguja gótica, de gárgolas y rosetones en cuyo último piso residía el hombre más rico de la ciudad, el abogado Eveli Escrutx.
Cada noche su silueta podía verse perfilada tras las láminas doradas del ático, contemplando la ciudad a sus pies como un sombrío centinela. Escrutx había hecho ya fortuna en su primera juventud defendiendo los intereses de asesinos de guante blanco, financieros indianos e industriales de la nueva civilización del vapor y los telares. Se decía que las cien familias más poderosas de Barcelona le pagaban una anualidad exorbitante para contar con su consejo, y que toda suerte de estadistas y generales con aspiraciones de emperador hacían procesión para ser recibidos en su despacho en lo alto de la torre. Se decía que no dormía nunca, que pasaba las noches en vela contemplando Barcelona desde su ventanal y que no había vuelto a salir de la torre desde el fallecimiento de su esposa treinta y tres años atrás. Se decía que tenía el alma apuñalada por la pérdida y que detestaba todo y a todos, que no le guiaba más que el deseo de ver al mundo consumirse en su propia avaricia y mezquindad.
Escrutx no tenía amigos ni confidentes. Vivía en lo alto de la torre sin otra compañía que Candela, una criada ciega de la que las malas lenguas insinuaban que era medio bruja y vagaba por las calles de la Ciudad Vieja tentando con dulces a niños pobres a los cuales no se volvía a ver. La única pasión conocida del abogado, amén de la doncella y sus artes secretas, era el ajedrez. Cada Navidad, por Nochebuena, el abogado Escrutx invitaba a un barcelonés a reunirse con él en su ático de la torre. Le dispensaba una cena exquisita, regada con vinos de ensueño. Al filo de la medianoche, cuando las campanadas repiqueteaban desde la catedral, Escrutx servía dos copas de absenta y retaba a su invitado a una partida de ajedrez. Si el aspirante vencía, el abogado se comprometía a cederle toda su fortuna y propiedades. Pero si perdía, el invitado debía firmar un contrato según el cual el abogado pasaba a ser el único propietario y ejecutor de su alma inmortal.
Cada Nochebuena Candela recorría las calles de Barcelona en el carruaje negro del abogado en busca de un jugador. Mendigos o banqueros, asesinos o poetas, tanto daba. CONTINUAR LEYENDO
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