Tras largo tiempo de silencio, empiezan a aflorar voces. Nadie hablaba de aquello en tu infancia: eran cosas de niños. Como si los problemas que afectan a los pequeños no pudieran ser grandes. Hoy sabes que el acoso escolar o las novatadas no son solo dramas infantiles. La edad adulta no sana el impulso de acorralar y humillar. Los matones que campaban a sus anchas en la escuela se hacen mayores y, si alcanzan puestos de poder, siguen hostigando con impunidad. El trabajo, con sus delicadas dinámicas internas, es el nuevo campo de batalla. En épocas de crisis y miedo a perder el empleo, el conflicto se agudiza.
A tus ocho años, no supiste reaccionar. No es fácil, tampoco para los adultos. Surge primero la incredulidad, después la esperanza de que se resolverá tan rápido como empezó. Y crees, al principio, que podrás resistir; ignoras aún lo destructiva que será la espiral si se prolonga demasiado tiempo.
En el patio de recreo, como en la oficina, el acoso nunca es solo un dilema individual. La reacción de los demás decide las reglas del silencio. Entran en juego dos impulsos humanos muy arraigados: solidarizarse con quien sufre un ataque o aliarse con el más poderoso. Un cínico personaje de la serie Succession describe así su particular imperativo categórico: “Yo estoy espiritualmente, y emocional, ética y moralmente, del lado de quien gane”. Capítulo tras capítulo, esta historia retrata a los miembros de un multimillonario clan empresarial luchando por el trono de la corporación. A la sombra de sus traiciones y ambiciones, sus propósitos y despropósitos, sus riquezas y vilezas, crean un ambiente laboral asfixiante y opresivo, donde la humillación y el desprecio son ingredientes habituales. En su batalla interminable, únicamente comparten la admiración por la arrogancia poderosa, símbolo de habilidad, fuerza, liderazgo y dominio. El patriarca de la familia define con estas palabras su estrategia respecto a los competidores: “Los atornillas. Los cincelas. Les haces daño. Y luego los ves chillar”.
El dramaturgo griego Eurípides se preguntó ya hace más de veinticuatro siglos si los personajes míticos, tradicionalmente considerados héroes, no eran sencillamente tipos prepotentes y despiadados. En una de sus obras, Ifigenia en Áulide, el general Agamenón ha reunido el ejército que atacará Troya, pero la expedición no consigue zarpar porque soplan vientos desfavorables. Un oráculo dictamina que solo podrá navegar si sacrifica a su hija Ifigenia en el altar de los dioses. Angustiados, Agamenón y Menelao discuten y compiten entre ellos como los hermanos de Succession, y tratan con violencia a sus subordinados. “Llorarás si no desistes. Pronto con mi cetro llenaré de sangre tu cabeza”, grita un enfurecido Menelao a un anciano a su servicio que expresa una crítica. Los dos guerreros parecen temer, por encima de cualquier reproche, la acusación de ser débiles y carecer de madera de líder. En el desenlace, se impone la sed de conquista, y la joven Ifigenia se convierte en la primera víctima de una guerra aún por comenzar.
La romantización del poder despótico y el aura autoritaria no es un fósil del pasado. Algunos políticos con éxito y celebridades empresariales se comportan en público como crecidos abusones escolares. La misma actitud chulesca surge a veces entre las estrellas del famoseo y el deporte, convencidas de que sus fortunas y sus victorias son un salvoconducto de soberbia. La admiración popular les otorga impunidad: los triunfadores tienen licencia para la crueldad. Durante demasiado tiempo hemos aplaudido los liderazgos avasalladores e incluso parece un mérito que deportistas, ejecutivos o vendedores sean agresivos. Sin embargo, en política, sus consignas furiosas desencadenan tensión, sufrimiento y, en ocasiones, dañinos conflictos. En el trabajo, los insultos, las órdenes dementes, los ataques de ira, las amenazas y las humillaciones provocan cada año un torrente de bajas, ansiedad y depresiones evitables. Como ya intuyó Eurípides en sus tragedias irreverentes, ciertos personajes carismáticos nos salen carísimos.
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