Enrique Flores |
En el mundo actual, los movimientos de las personas se controlan a través de las aplicaciones, igual que los funcionarios de ‘El proceso’ controlaban los horarios y hábitos del protagonista. En 2024 se conmemora el centenario del clarividente autor checo
A finales de los ochenta, todavía durante la época del comunismo, mientras visitaba Praga, una amiga me regaló El castillo de Franz Kafka en checo. Se trataba de una edición de los años sesenta, la década que desembocó en la Primavera de Praga, cuando publicar y leer Kafka estaba permitido, aunque por poco tiempo. Tras la invasión rusa de 1968, el nuevo régimen prosoviético en Checoslovaquia volvió a prohibir al escritor de Praga porque, en su obra, Kafka había descrito con lucidez y precisión el funcionamiento de la arbitrariedad, una de las características de los totalitarismos. Cuando se acabó mi estancia en la ciudad, mientras conducía hacia la frontera, antes de llegar al control de pasaportes me acordé del libro prohibido que había dejado despreocupadamente a mi lado. Detuve el coche en el arcén para esconder El castillo al fondo de mi maleta. Pero, como en las novelas de Kafka, algún ojo vigilante siguió mis movimientos. Una vez en el puesto de control, un policía me pidió que abriera la maleta. A continuación, con un gesto seguro, extrajo el libro de ella. En la aduana me sometió a un duro interrogatorio.
La cultura centroeuropea de principios del siglo XX se podría definir como la huida de la racionalidad y del orden impuestos por un Estado todopoderoso —el imperio austro-húngaro—, del control que la burocracia ejercía sobre el individuo, del centralismo basado en el intento de uniformizar las muchas y variadas etnias, hacia el espacio humano íntimo. Kafka comprendió que se trataba de una tendencia y la anticipó universalmente, la analizó en su obra antes de que tomara su monstruosa dimensión en forma de totalitarismos, ideologías opresoras y guerras mundiales. Por eso las obras de Kafka resultan proféticas.
En su vida, Kafka fue testigo de la Primera Guerra Mundial, cuyo final trajo el desmoronamiento del imperio austro-húngaro y la creación de pequeños estados como Checoslovaquia. En sus libros partía de situaciones íntimas que había experimentado: en El proceso, de su compleja relación con la mujer de negocios Felice Bauer y del “proceso” con el que le sorprendió su familia; en El castillo, de su pasión por la periodista Milena Jesenská, cuyo marido retrató en Klamm, el señor del castillo; en La transformación (o La metamorfosis), de la compleja relación con su padre. Sin embargo, a todas esas situaciones dio un trato metafórico que va mucho más allá de las realidades íntimas hasta otorgarles una dimensión universal y marcar en ellas la tendencia social y política no solo del siglo XX —que apenas llegaba a su primer cuarto cuando el escritor moría, en 1924, en un sanatorio de Viena a los 41 años— sino más allá de su siglo.
Sin embargo, los críticos e intelectuales que compartieron con Kafka el siglo XX no entendieron en seguida su enigmática obra: hablaron de su mundo “fantástico” y “surrealista” hasta que se impuso una nueva realidad: la de la Segunda Guerra Mundial. Entonces los que buscaban los documentos necesarios, en Marsella y en Lisboa, para huir de Europa, hablaron de El proceso como de una obra profética, y una vez en los barcos transoceánicos se acordaban de América. Paulatinamente, el término kafkiano, kafkaïen, kafkaesque se fue introduciendo en la mayoría de las lenguas occidentales. CONTINUAR LEYENDO
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