lunes, 29 de abril de 2024

La guadaña, un siniestro cuento de Ray Bradbury

DE REPENTE SE ACABÓ EL CAMINO. Recorría el valle como cualquier otro camino, entre laderas de tierra yerma y pedregosa y encinas, y después junto a un gran campo de trigo solo en aquel desierto.

Llegaba junto a la pequeña casa blanca que pertenecía al campo de trigo y allí desaparecía, como si ya no fuera necesario.

No importaba demasiado porque allí mismo se les había terminado la gasolina. Drew Erickson frenó el viejo cacharro y permaneció sentado allí, sin hablar, contemplándose las grandes y rugosas manos de granjero.

Molly dijo, sin moverse del rincón donde estaba, junto a él: -Seguramente hemos tomado un desvío equivocado.

Drew asintió.

Los labios de Molly estaban casi tan blancos como su rostro, pero secos, mientras que su iel aparecía bañada de sudor. Su voz sonaba opaca, sin la menor expresión.

-Drew, ¿qué vamos a hacer ahora?

Drew se miró las manos. Manos de granjero a las que el viento, seco y hambriento, que nunca tenía bastante buena marga que comer, les había arrebatado la granja.

Los niños, que iban en el asiento de atrás, se despertaron y asomaron las cabezas por entre los bultos y mantas polvorientos, por encima del respaldo del asiento, y preguntaron: -¿Por qué nos paramos, papá? ¿Vamos a comer ahora, papá? Papá, tenemos mucha hambre.

¿Podemos comer ahora, papá?

Drew cerró los ojos. Aborrecía la visión de sus manos.

Los dedos de Molly rozaron su muñeca con suavidad, dulcemente.

-Drew, quizá en esa casa nos podrían dar algo para comer.

Una arruga apareció junto a su boca.

-Mendigar -masculló-. Ninguno de nosotros ha mendigado nunca ni mendigará ahora.

La mano de Molly se cerró sobre su muñeca. Al volverse vio sus ojos y también los de Susie y del pequeño que le miraban. Poco a poco fue cediendo la rigidez de su cuello y de su espalda. Su rostro se puso blando e inexpresivo, informe, como una cosa que ha sido golpeada con dureza durante demasiado tiempo. Bajó del coche y emprendió el camino hacia la casa. Caminaba sin seguridad, como un hombre enfermo o medio ciego.

La puerta de la casa estaba abierta. Drew llamó tres veces. En el interior sólo había un silencio y una cortina blanca en la ventana moviéndose en el aire pesado, caliente. Lo sabía antes de entrar. Sabía que la muerte estaba dentro de la casa. Era ese tipo de silencio.

Cruzó por un pequeño vestíbulo a un cuarto de estar limpio y no muy grande. No pensaba en nada. Estaba más allá de todo pensamiento. Iba en dirección a la cocina, sin preguntar, como un animal.

Entonces, al mirar por una puerta abierta, vio al muerto.

Era viejo y descansaba sobre una cama limpia y blanca. Llevaba poco tiempo muerto porque aún no había perdido esa última expresión tranquila, de paz. Debió saber que iba a morir porque vestía sus ropas de enterrar: un viejo traje negro, limpio y aseado, una camisa blanca y una corbata negra. 

En la pared, junto a su cama, se apoyaba una guadaña. Entre las manos del anciano había una espiga de trigo, todavía fresca. Una espiga madura, dorada y cargada de grano. CONTINUAR LEYENDO

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