He tenido la suerte en mi vida, entre tantas otras como la que aquí me trae esta mañana, que es sin duda la más importante de todas, de haber sido dueño de una infancia que, aunque suene un poco exagerado, encaminó mi destino de escritor.
La infancia, decía Cesare Pavese, es el tiempo mítico del hombre, lo que a cada uno corresponde de esa edad originaria en que todo nos llega y sucede por vez primera, el asombro de la luz en la inocencia, sentimientos y emociones que van a marcarnos de forma indeleble, el patrimonio de lo primigenio, la experiencia de lo primordial.
Fui un niño de posguerra y el lastre de ese tiempo histórico detalla en la memoria atmósferas y sucesos que la empañan, de manera que una infancia en esos años puede destilar un apego de tristeza y desolación, lo que tantas pérdidas suponen entre las familias y los vecindarios y, sin embargo, la geografía y el paisanaje de mi niñez no llegaban a enturbiarse del todo, supongo que porque la suerte de los afectos se sobreponía a la desgracia de tantas desdichas.
Decir que la infancia encaminó mi destino de escritor quiere expresar una curiosa suerte de reconocimiento, ya que en ella, en los años primerizos, mi necesidad de escribir para contar lo más ajeno a lo que a mi me sucedía, si es que en la niñez hay sucesos reseñables, me producía un efecto beneficioso, como si hacerlo con las mínimas habilidades de que pudiera disponer, supusiese una curiosa satisfacción.
Un niño escritor no me parece el ejemplo de nada particularmente valorable, si tal condición conlleva sin remedio el riesgo de aquel repelente niño Vicente, que en la deliciosa novela de Rafael Azcona hacía redacciones sobre la vituperable vida de las moscas.
Lo mío tenía intenciones menos vituperables y más secretas, ya que tardó mucho en apreciarse, y correspondía a una especie de tensión, bastante emotiva, por cierto, que me había convertido en un diminuto ser embelesado por lo que escuchaba en las veladas nocturnas, propias de las costumbres vecinales de mi Valle, fuentes de la oralidad y cercanas a una cierta antropología de las culturas populares como llegué a saber, y lo que algunos de mis maestros nos leían a sus alumnos en el aula por las mañanas.
Escuchar lo que la voz cuenta, el relato de lo ancestral y folklórico, lo que con el tiempo ordenaría en su justa medida leyendo La rama dorada de Frazer, y lo que la voz lee, libro en mano y en la dimensión en la que, entre otras cosas, lo anónimo cede a la escritura y al autor de la creación propiamente literaria.
Mi destino de escritor, nada menos, ya ven ustedes con que facilidad la vida me encaminaba y encandilaba, con el sustrato primitivo de una fascinación y un embeleso, de tal modo que escuchar y escribir unían lo que leer y contar tenían de aliciente y acicate.
Un maravilloso entretenimiento que daría razón de ser a ese destino irremediable, si ustedes consideran la vicisitud en que ahora mismo me encuentro, intentando dar cuenta de dónde proviene el narrador que les habla y que, sin remedio, llegó a comprender como contrapartida en cuanto adquirió la lógica distancia aquello que afirma Rilke de que la infancia es la patria perdida del hombre. CONTINUAR LEYENDO
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