Tuve un sueño una noche de octubre de 2001, cuando apenas empezaba a escribir, a aprender el oficio literario. Me desperté sobresaltado, pero consciente de que había sido un sueño significativo, y de inmediato, antes de perderlo en la vigilia, lo anoté en un pequeño cuaderno espiral que en aquel tiempo mantenía en la mesa de noche, y que aún conservo:
«Madrugada del 31 de octubre de 2001. Son las cinco de la mañana, y me desperté angustiado. Recuerdo únicamente partes del sueño. Estaba escribiendo y leyendo un texto desordenado, incomprensible, en el cual cada capítulo (¿cuento, fragmento?) contenía la semilla del próximo. Ya más despierto, se me ocurrió una posible estructura literaria: la matryoshka. Muñecas dentro de muñecas dentro de muñecas. Ir creciéndola hacia afuera, para que el lector la lea hacia dentro. O al revés. Una sola historia fragmentada, escrita poco a poco, por entregas, y unida por la referencia a una estructura externa que explica su sistema, su sentido. Ansioso, entusiasmado, ya no pude dormir.»
Empecé a escribir y a publicar sin darme cuenta de la importancia de aquel sueño, por ratos casi olvidándolo, y también olvidando el cuaderno espiral con los primeros apuntes diarios de un soñador.
Hace más de veinte años de eso. He escrito ya suficientes libros para llenar una pequeña estantería, y aún no he llegado al centro o al final de la matryoshka. Sigo escribiendo historias que se abren a otras historias, cuentos independientes que a la vez dependen de los demás, libros que engendran otros libros. Como si mis libros, al igual que en aquel sueño, formaran una serie infinita de muñecas rusas. O más bien como si mis libros fuesen papeles sueltos que voy colocando en el suelo tras escribirlos, para que cada lector o cada lectora decida en qué orden quiere brincar de un libro a otro, de una historia a otra, y entonces ir armando así, con mis papeles esparcidos en el suelo, su propio juego de rayuela.
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