estremecen las copas de los álamos.
Unos dedos de cobre
llameando entre las acacias
y los castaños de noviembre.
Y una mano –de quién será– que ofrece a los gorriones
migas de azul, granos de otoño,
me arrebata a otro reino y me convierte en ave,
ave de piedra, piedra de río, río de estrellas,
estrellas olorosas, olorosas hogueras,
hogueras de piedra, de río, de estrellas, de ave…
De quién será esta mano. Me refiero
a esta mano de carne y hueso
que se apoya en mi hombro y deshace el hechizo
y restituye el mundo a su recinto natural,
a su archivador impasible.
Y mientras trepan, brazo arriba, mis ojos
hasta fondear en otros ojos que los miran,
reconozco la voz que escucharé cuando caigan los años,
hirviente de palabras rencorosas.
Reconozco la voz que aún no ha sonado
en esta voz de niño, en el cuerpo del niño
que sonríe ante mí.
La voz que un día me dirá: “Voy a matarte con mis propias manos”,
en este instante suena con desamparo y lágrimas,
y las palabras aún no hieren:
“Aúpame, quiero coger esa hoja verde.”
Alzo en mis brazos, para que no llore,
a mi asesino.
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