A partir de los años setenta, Alice Munro se convierte en una especie de símbolo nacional por haber levantado un universo literario donde nadie había previsto, en la tierra más pobre y más olvidada
Alice Munro murió esta semana en una residencia con la mente perdida en no se sabe qué senderos, tal vez los mismos que transitaba en sus primeros cuentos y que nunca abandonó del todo, los de su infancia en el Ontario rural y miserable de la gran depresión. Su extrema coherencia la ha llevado a morir como una más de sus personajes, como esos ancianos a los que una hija visita con una mezcla de amor y remordimiento. Con la excusa de preparar una conferencia, he estado unos meses inmersa en su obra, redescubriéndola, porque si Munro pensaba que “en cada década ves el pasado de manera diferente” también las lecturas cambian con la edad. Ahora puedo comprender mejor que antes el devenir de las mujeres a lo largo de sus vidas. A la escritora le molestaba que se la definiera como retratista de la gente corriente. Tenía un problema con esa palabra, corriente, porque no se ajustaba a la consideración que ella sentía hacia sus personajes: todas las vidas son extraordinarias, solía decir; y aunque algunas están sujetas a ocupaciones no precisamente emocionantes, son personas que viven en contra de sus deseos, pero que no por ello carecen de mundo interior. Tampoco estaba de acuerdo con la idea que los pueblos son opresivos. Si ella situó a sus personajes en zonas rurales, como su Wingham natal, fue porque consideraba que en pequeñas comunidades encontraba una destilación de las actitudes humanas.
El primero que la comparó con Chéjov fue su segundo marido, Gerald Fremlin, cuando leyó los cuentos de aquella chica de pueblo publicados en revistas estudiantiles. Aunque haya coincidencias con el cuentista ruso en un estilo puro y preciso, a mi juicio lo que ambos tienen en común es una incorruptible fidelidad a su origen humilde que los distingue de otras vidas literarias. La peripecia de Alice Munro transcurre paralela a sus cuentos: de la chica de pueblo que sueña con escribir y huir de los lazos que la atan a la madre enferma a la mujer moderna de los sesenta que, aun siendo ama de casa, se deja seducir por la irrupción de la contracultura; de la madre negligente que se abandona a una pasión extramatrimonial a la mujer madura que observa cómo los hijos se convierten en extraños. La marca del origen se aprecia hasta en la manera en que encaró el oficio: tantas veces escuchó en la sociedad luterana en la que se crio aquello de “no te hagas la lista”, “no destaques” o el célebre “quién te crees que eres”, que durante años ocultó su pasión por la escritura por no parecer arrogante ante sus vecinas. Eran los primeros sesenta cuando un periódico tituló así una entrevista con ella: “Ama de casa saca tiempo para escribir cuentos”, un desdén propio de la época que pudo haberla desalentado si no hubiera sido por su tozuda autenticidad. A partir de los setenta se convierte en una especie de símbolo nacional por haber levantado un universo literario donde nadie había previsto, en la tierra más pobre y más olvidada. Este paralelismo entre vida y obra está contado de la mejor manera en la singular biografía que su hija Sheila le dedicó, Growing Up with Alice Munro. La unanimidad ante la importancia de su obra no cambió su manera de vivir; y aunque el paisaje urbano se hiciera presente en el devenir de sus personajes siempre había en sus cuentos un tiempo para volver a los viejos caminos. En el último párrafo que escribió, este sí confesional, escuchamos su voz y parece la de cualquiera de las mujeres que inventó: “No fui a ver a mi madre en la última fase de su enfermedad, tampoco a su entierro. Tenía dos niñas pequeñas y nadie en Vancouver con quien dejarlas. No podía permitirme el viaje y mi marido sentía un desprecio por los formalismos. ¿Por qué habría de culparle? Yo era igual. Son cosas que no pueden ser perdonadas o que no nos perdonamos a nosotros mismos. Pero las hacemos. Las hacemos todo el tiempo”.
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