Sinopsis: «El Centinela» (The Sentinel) es un cuento de ciencia ficción de Arthur C. Clarke publicado en 1951 en la revista Ten Story Fantasy, que sirvió de inspiración para la película 2001: Una odisea del espacio. Relata la historia de un grupo de exploradores lunares liderados por un geólogo que descubren una misteriosa estructura con forma de pirámide en la meseta de una montaña del Mare Crisium. La expedición, inicialmente centrada en la recolección de minerales y el estudio del terreno, se ve interrumpida por este hallazgo inesperado. La pirámide, que refleja la luz del sol con un brillo metálico, sugiere que no es una formación natural, lo que despierta la curiosidad y el sentido de aventura del equipo. (lecturia.org)
EL CENTINELA
La próxima vez que vean la luna llena allá en lo alto, por el sur, miren cuidadosamente al borde derecho, y dejen que vuestra mirada se deslice a lo largo y hacia arriba de la curva del disco. Alrededor de las 2 del reloj, notarán un óvalo pequeño y oscuro; cualquiera que tenga una vista normal puede encontrarlo fácilmente. Es la gran llanura circundada de murallas, una de las más hermosas de la Luna, llamada Mare Crisium, Mar de las Crisis. De unos quinientos kilómetros de diámetro, y casi completamente rodeada de un anillo de espléndidas montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del verano de 1996.
Nuestra expedición era importante. Teníamos dos cargueros pesados que habían llevado en vuelo nuestros suministros y equipo desde la principal base lunar de Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros de distancia. Había también tres pequeños cohetes destinados al transporte a corta distancia por regiones que no podían ser cruzadas por nuestros vehículos de superficie. Afortunadamente la mayor parte del Mare Crisium es muy llana. No hay ninguna de las grandes grietas tan corrientes y tan peligrosas en otras partes, y muy pocos cráteres o montañas de tamaño apreciable. Por lo que podíamos juzgar, nuestros poderosos tractores oruga no tendrían dificultad en llevarnos a donde quisiésemos.
Yo era geólogo —o selenólogo, si queremos ser pedantes— al mando de un grupo que exploraba la región meridional del Mare. En una semana habíamos cruzado cien de sus millas, bordeando las faldas de las montañas de lo que había antes sido el antiguo mar, hace unos mil millones de años. Cuando la vida comenzaba sobre la Tierra, estaba ya muriendo aquí. Las aguas se iban retirando a lo largo de aquellos fantásticos acantilados, retirándose hacia el vacío corazón de la Luna. Sobre la tierra que estábamos cruzando, el océano sin mareas había tenido en otros tiempos casi un kilómetro de profundidad, pero ahora el único vestigio de humedad era la escarcha que a veces se podía encontrar en cuevas donde la ardiente luz del sol no penetraba nunca.
Habíamos comenzado nuestro viaje temprano en la lenta aurora lunar, y nos quedaba aún una semana de tiempo terrestre antes del anochecer. Dejábamos nuestro vehículo una media docena de veces al día, y salíamos al exterior en los trajes espaciales para buscar minerales interesantes, o colocar indicaciones para guía de futuros viajeros. Era una rutina sin incidentes. No hay nada peligroso, ni siquiera especialmente emocionante en la exploración lunar. Podíamos vivir cómodamente durante un mes dentro de nuestros tractores a presión, y si nos encontrábamos con dificultades siempre podíamos pedir auxilio por radio y esperar a que una de nuestras naves espaciales viniese a buscarnos. Cuando eso ocurría se armaba siempre un gran alboroto sobre el malgasto de combustible para el cohete, de modo que un tractor solamente enviaba un SOS en caso de verdadera necesidad.
Acabo de decir que no había nada estimulante en la exploración lunar, pero, naturalmente, eso no es cierto. Uno no podía nunca cansarse de aquellas increíbles montañas, mucho más abruptas que las suaves colinas de la Tierra. Cuando doblábamos los cabos y promontorios de aquel desaparecido mar, no sabíamos nunca qué esplendores nos iban a ser revelados. Toda la curva sur del Mare Crisium es un vasto delta donde veinte ríos iban antes al encuentro del océano, alimentados quizá por las torrenciales lluvias que debieron haber batido las montañas en la breve época volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de aquellos valles era una invitación, retándonos a trepar a las desconocidas tierras altas de más allá. Pero aún nos quedaban más de cien kilómetros por recorrer, y no podíamos hacer otra cosa sino contemplar con nostalgia las alturas que otros deberían escalar. CONTINUAR LEYENDO

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