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sábado, 12 de agosto de 2023

Virginia Woolf: “Mi cerebro solo es capaz de funcionar diez minutos seguidos”. 'Sobre la escritura' reúne una buena selección de textos de la autora sobre sí misma y sobre la experiencia de recorrerse escribiendo. Un artículo de Patricia de Souza.

Si algo podemos agradecerle a Virginia Woolf, entre otras cosas, es habernos dado suficientes temas como para construir una nueva subjetividad femenina. Y lo digo sin recelo de parecer exagerada. Esta frase martillea y nos dice: "¿Y si toda mi obra no hubiese sido un intento por esbozar una autobiografía?". Creo que esta frase, igual que la de la escritora Colette, admirada por Woolf, es también rotunda: "¿Y si mis personajes no fuesen más que mi modelo?".

[...] El desarraigo de toda mujer que piensa. Pero, entendámoslo, esta experiencia trascendente, que pone un paréntesis en el cuerpo, nos da la clave para entender lo que significa la escritura en el caso de una mujer, encierro, y más encierro, incapacidad de nombrar y de romper con las ataduras de la escritura dominante, la herencia simbólica masculina de la habló Pierre Bourdieu en su libro sobre el capital simbólico, y que se encuentra con la frase de Simone de Beauvoir: "No se nace mujer, se deviene…".

[...] Estos paratextos como se les llama en la crítica literaria, muchas veces menospreciados por la academia, ayudan a ver mejor en esa experiencia abismal de recorrerse escribiendo, dejarse llevar hasta no entender bien qué se está diciendo. Ese querer dar de la autora que entrega Las olas, según ella su libro más extraño (y lo es) al hermano menor, Toby, es parte de ese ejercicio espiritual, sin el otro no hay manera de hablar, hablar sola es la locura. Me pregunto si en ese libro, tan sensual, no sintió miedo de su propia sexualidad. Ese nexo que ella sabía construir con palabras como un tejido afectivo y que un día se rompe al no envolver ese deseo intenso dejando lugar al miedo de su propio cuerpo, de estar siempre estigmatizada, atada a un rol y a un “ángel guardián”, como ella lo llamó.

Hay que leer también la biografía que le dedica Viviane Forrester para entender un poco mejor esa relación intensa con la experiencia vital de la autora, con el afecto, con los otros, con Leonard, su marido, como con sus amistades, sus celos de Catherine Mansfield, su escepticismo hacia Joyce, D.H Lawrence, o Jane Austen. Es que Mrs Woolf quería ser la referencia, iniciar su propia tradición, no copiarla, ni de Henry James, ni de Joyce, quería ser la iniciadora.

Fuente: Babelia. El País.

domingo, 21 de agosto de 2016

Momentos críticos: Joyce y Woolf como lectores. Martín Schifino

La escritura de James Joyce y Virginia Woolf cambió la literatura en lengua inglesa para siempre. Este ensayo es un acercamiento a su manera de leer.

¿Leen de otra manera los grandes escritores? ¿Expresan sus intuiciones, llegado el momento, en textos diferentes a los que producen los críticos que no son creadores por cuenta propia? Si uno se ha planteado estas preguntas, intuye en parte las respuestas. Pero harán falta definiciones, y un buen comienzo será coincidir con T. S. Eliot cuando señala la especificidad del crítico “cuya obra puede caracterizarse como un derivado de su obra poética”. Sin duda una diferencia esencial estriba en esa “derivación”. Como nota el ensayista y novelista ocasional James Wood, “el escritor-crítico, o el poeta-crítico, se encuentra en proximidad competitiva con los escritores de los que habla”.

La crítica, en dos palabras, forma parte de una discusión continua con los pares. Puede ser por eso el momento de expresar afinidades. Y constituye una oportunidad ideal para revisar la tradición. Al límite, el escritor-crítico es como la oficina de prensa que imaginaba Orwell en 1984: lee el pasado a su favor para apuntalar una posición actual. Flaubert, según cuentan por ahí los Goncourt, alababa las oraciones de precursores que sonaban a Flaubert; y no por casualidad los ensayos de Eliot ensalzaban poetas ingleses del siglo XVII y cánones franceses e italianos que se conjugaban en la poesía del propio Eliot. Pero el escritor-crítico también participa de una época determinada, y en ese sentido contribuye a lo que podría llamarse un clima de opinión, que trasciende intereses personales y se funde con la historia. CONTINUAR LEYENDO
Fuente: letraslibres.com

sábado, 12 de diciembre de 2015

El hombre que amaba al prójimo. Un cuento de Virginia Woolf

Aquella tarde, mientras pasaba ligero por Deans Yard, Prickett Ellis se cruzó con Richard Dalloway, o mejor dicho, en el momento de cruzarse, la disimulada mirada que cada uno de ellos lanzó al otro, bajo el ala del sombrero, por encima del hombro, se ensanchó y estalló en una expresión de recíproco reconocimiento; no se habían visto en veinte años. Habían ido a la misma escuela. ¿Y a qué se dedicaba ahora Ellis? ¿Abogacía? Sí, claro, claro..., había leído todo lo referente al caso en los periódicos. Pero allí no se podía hablar realmente. ¿Por qué no iba a su casa aquella noche? (Vivían donde siempre, ahí, al doblar la esquina.) Habría un par de invitados más. Quizá fuera Joynson. «Bueno, no sabes cuánto me ha alegrado verte», dijo Richard.

«Estupendo. Hasta esta noche pues», dijo Richard, y siguió su camino «muy contento» (lo cual era verdad) de haber visto a aquel tipo raro que no había cambiado ni tanto así desde los tiempos en que iban a la escuela —era el mismo muchacho desaliñado y menudo, rebosando prejuicios hasta por las orejas, pero insólitamente brillante, ganó el Newcastle. Pues sí... y siguió su camino. CONTINUAR LEYENDO

martes, 8 de septiembre de 2015

Virginia Woolf escribe en "Angel (en) de la casa":

 Y mientras estaba escribiendo esta reseña, descubrí que, si quería dedicarme a la crítica de libros, tendría que librar una batalla con cierto fantasma. Y ese fantasma era una mujer, y, cuando conocí mejor a esta mujer, le di el nombre de la protagonista de una famosa poesía. "El Angel de la Casa". 

Ella era quien solía obstaculizar mi trabajo, metiéndose entre el papel y yo, cuando escribía reseñas de libros. Ella era quien me estorbaba, quien me hacía perder el tiempo, quien de tal manera me atormentaba que al fin la maté... La describiré con la mayor brevedad posible. Era intensamente comprensiva. Era intensamente encantadora. Carecía totalmente de egoísmo. Destacada en las difíciles artes de la vida familiar. Se sacrificaba a diario. Si había pollo para comer, se quedaba con el muslo; si había una corriente de aire, se sentaba en medio de ella; en resumen, estaba constituida de tal manera que jamás tenía una opinión o un deseo propio, sino que prefería siempre adherirse a la opinión y al deseo de los demás. Huelga decir que sobre todo era pura. Se estimaba que su belleza constituía su principal belleza. Su mayor gracia eran sus rubores. En aquellos tiempos, los últimos de la reina Victoria, cada casa tenía su Ángel. Y, cuando comencé a escribir, me tropecé con él, ya en las primeras palabras.

Proyectó sobre la página la sombra de sus alas, oí el susurro de sus faldas en el cuarto. Es decir, en el mismo instante en que tomé la pluma en la mano para reseñar la novela escrita por un hombre famoso, el Ángel se deslizó situándose a mi espalda, y murmuró: "Querida, eres una muchacha, escribes acerca de un libro escrito por un hombre. Sé comprensiva, sé tierna, halaga, engaña, emplea todas las artes y astucias de nuestro sexo. Jamás permitas que alguien sospeche que tienes ideas propias. Y, sobre todo, sé pura". Y el Ángel intentó guiar mi pluma.

"Me volví hacia el Ángel y le eché las manos al cuello. Hice cuanto pude para matarlo. Mi excusa, en el caso de que me llevaran ante los tribunales de justicia, sería la legitima defensa. Si no lo hubiera matado, él me hubiera matado a mí. Hubiera arrancado el corazón de mis escritos. Sí, por cuanto, en el mismo momento en que puse la pluma sobre el papel, descubrí que ni siquiera la crítica de una novela se puede hacer, si tener opiniones propias, sin expresar lo que se cree de verdad, acerca de las relaciones humanas, de la moral y del sexo. Y, según el Angel de la Casa, las mujeres no pueden tratar libre y abiertamente esas cuestiones. Deben servirse del encanto, de la conciliación, deben, dicho sea lisa y llanamente, decir mentiras si quieren tener éxito. En consecuencia, siempre que me daba cuenta de la sombra de sus alas o de la luz de su aureola sobre el papel, cogía el tintero y lo arrojaba contra el Ángel de la Casa. Tardó en morir. Su naturaleza ficticia lo ayudó en gran manera. 

Es mucho más difícil matar a un fantasma que matar una realidad. Siempre regresaba furtivamente, cuando yo imaginaba que ya lo había liquidado. Pese a que me envanezco de que por fin lo maté, debo decir que la lucha fue ardua, duró mucho tiempo, tiempo que yo hubiera podido dedicar a aprender gramática griega, o a vagar por el mundo en busca de aventuras. Pero fue una verdadera experiencia, una experiencia que tuvieron que vivir todas las escritoras de aquellos tiempos. Entonces, dar muerte al Angel de la Casa formaba parte del trabajo de las escritoras.