En una suerte de regreso al pasado, la progresiva aplicación de la LOMCE viene a poner de actualidad viejos debates sobre la educación. Es el caso del papel de los exámenes y de las reválidas. La citada ley apuesta decididamente por atribuirles un lugar central en el nuevo sistema educativo, pues, por una parte, organiza los contenidos de la enseñanza en torno a los denominados estándares de aprendizaje, es decir, conocimientos concretos que los alumnos deben haber adquirido a la finalización de cada curso, y, por otra, establece controles de paso de una etapa a otra. En ambos casos aprobar los correspondientes exámenes se convierte en requisito indispensable. Lo que se justifica en nombre de la manoseada calidad de la educación.
Este revival del fenómeno examinatorio ocurre en un tiempo en el que el viento sopla a su favor pues, como se sabe, hoy el prestigio de los sistemas educativos nacionales se mide por los resultados que obtienen los alumnos en las mil y una pruebas a las que son sometidos: PISA, Escala, Pruebas de Diagnóstico… Sin embargo, los estudios más solventes y la propia realidad van demostrando que, detrás de los chaparrones de números que se suceden en cada oleada de exámenes y pruebas, viene una calma chicha que nos muestra una educación empobrecida precisamente por aquello que dice enriquecerla: el examen. SEGUIR LEYENDO
No hay comentarios:
Publicar un comentario