El gran hotel del Águila tiende
su enorme sombra sobre las aguas dormidas de la dársena. Es un inmenso caserón
cuadrado, sin gracia, de cinco pisos, falansterio del
azar, hospicio de viajeros, cooperación anónima de la indiferencia, negocio por
acciones, dirección por contrata que cambia a menudo, veinte criados que cada
ocho días ya no son los mismos, docenas y docenas de huéspedes que no se
conocen, que se miran sin verse, que siempre son otros y que cada cual toma por
los de la víspera.
«Se está aquí más solo que en la
calle, tan solo como en el desierto», piensa un bulto, un hombre envuelto en un
amplio abrigo de verano, que chupa un cigarro apoyándose con ambos codos en el
hierro frío de un balcón, en el tercer piso. En la oscuridad de la noche
nublada, el fuego del tabaco brilla en aquella altura como un gusano de luz. A
veces aquella chispa triste se mueve, se amortigua, desaparece, vuelve a
brillar.
«Algún viajero que fuma», piensa
otro bulto, dos balcones más a la derecha, en el mismo piso. Y un pecho débil,
de mujer, respira como suspirando, con un vago consuelo por el indeciso placer
de aquella inesperada compañía en la soledad y la tristeza.
«Si me sintiera muy mal, de
repente; si diera una voz para no morirme sola, ese que fuma ahí me oiría»,
sigue pensando la mujer, que aprieta contra un busto delicado, quebradizo, un
chal de invierno, tupido, bien oliente. CONTINUAR LEYENDO
No hay comentarios:
Publicar un comentario