Leer es algo asombroso. No hay explicación para este acto. La vista recorre, de izquierda a derecha, una hilera de símbolos negros horizontalmente dispuestos; después otra fila debajo de esa; luego otra más; y así las que siguen. En el Lejano Oriente, donde todo parece estar al revés, los símbolos se disponen en hileras verticales que la vista recorre de arriba abajo y de derecha a izquierda. Pero en ambos casos, a medida que vamos ejecutando este acto reiterativo, van surgiendo en nuestra mente paisajes, épicas batallas, grandes personajes de la historia o gentes de la vida común y corriente que nos cuentan sus vidas, sus alegrías y sus tribulaciones. Más todavía, los pensamientos que otros pensaron se vierten en nosotros, como si el pensamiento abstracto, sin imágenes, fuese un fluido sujeto a transvase, y nuestro cerebro idóneo recipiente. Fenómeno pasmoso, inexplicable, que no creo que la neurofisiología, con todo y sus espectaculares avances, llegue a dilucidar cabalmente jamás. Fenómeno tan complejo que creo que cae más allá de la humana comprensión. Y sin embargo, consideramos este acto como algo trivial, algo que ocurre todos los días: lo vemos llevarse a cabo en el parque, en el tranvía, en cualquier parte. Es tan común que ni siquiera llama la atención.
[...] Pero, suponiendo que la vida nos ha tratado bien y hemos aprendido a distinguir los buenos de los malos, creo que es posible hablar de conversación y amistad con los libros. Un escritor cuyas obras nos gustan es un autor que quisiéramos frecuentar. Visitar a alguien a menudo y deleitarnos cada vez con sus expresiones es ya una relación afectiva que, en lo que a nosotros se refiere, bien puede llamarse amistad. Que el objeto de este sentimiento sea un muerto o un ausente en nada disminuye la calidad del afecto; antes bien, lo valoriza. Porque así queda claro que se trata de un sentimiento desinteresado, libre de toda hipocresía: visitamos al amigo porque nos es placentero tratarlo, no porque la costumbre o los buenos modales nos obliguen. Si lo que dice nos divierte, reímos de buena gana, pero no tenemos que simular la risa por mera cortesía, como con frecuencia hacemos en la vida diaria “con tal de no ofender”. De la misma manera, si se nos ocurre un comentario hiriente, lo soltamos sin ambages, y jamás lamentamos haberlo soltado. Y si su compañía nos aburre, entonces, sin miramientos, bostezamos y mandamos fuera al amigo, lo regresamos al lugar de donde vino –para retomarlo en otra ocasión, si nos viene en gana, y sin temor a resentimientos–. Dígase si esto no es una amistad ideal: la pura esencia, el destilado prístino del sentimiento amistoso, como no se da –pero quisiéramos que se diera– en este bajo mundo.
[...] Porque, a pesar de los fervorosos panegíricos y retóricos enaltecimientos de la lectura, es un hecho que no siempre es esta digna de alabanza. Es importante hacer distingos. Hay quien consume literatura chatarra con el mismo empecinamiento con que otros engullen comida chatarra: ambos hábitos nefastos para la salud –mental y física, respectivamente–. Es decir, hay también una adicción a la lectura, con toda la significación negativa propia de las adicciones. Se lee entonces sin discernimiento ni provecho, por hábito, igual que el adicto usa la droga. Con razón el escritor sueco Olof Lagercrantz comparaba las bibliotecas con antros de vicio donde se consume el opio. Están los lectores arrellanados en sus bancas como los opiómanos echados en sus catres. La bibliotecaria es la administradora del tugurio y dispensadora de la droga. Y así como los fumadores de opio, entre volutas de humo, se hunden silenciosamente en sus paraísos artificiales, así los lectores van, calladamente, abismándose en sus respectivas fantasías.
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