Había un hojalatero que
no tenía hijos. Un día su mujer estaba sola en la casa y hacía hervir unos
garbanzos. Pasó una mendiga y pidió una escudilla de garbanzos como limosna.
—No es que a nosotros
nos sobren los garbanzos —dijo la mujer del hojalatero—, pero donde comen dos
también comen tres: aquí tiene una escudilla y apenas los garbanzos estén
cocidos, le doy un cucharón lleno.
—¡Por fin encontré un
alma bondadosa! —dijo la mendiga—. Mire: yo soy un hada y quiero premiarla por
su generosidad. ¡Pídame lo que quiera!
—¿Qué puedo pedirle?
—dijo la mujer—. El único disgusto que tengo es el de no tener hijos.
—Si no es más que eso
—dijo el hada, golpeando las manos—, ¡que los garbanzos en la olla se le
vuelvan hijos!
El fuego se apagó, y de
la olla, como garbanzos que hierven, saltaron afuera cien niños, pequeños como
granitos de garbanzos y empezaron a gritar: —¡Mamá, tengo hambre! ¡Mamá, tengo
sed! ¡Mamá, álzame en brazos!—, y a desparramarse por los cajones, las
hornallas, los tarros. La mujer, asustada, se agarró la cabeza: —¿Y cómo hago
ahora para sacarle el hambre a todas estas criaturas? ¡Pobre de mí! ¡Lindo
premio que me dio! ¡Si antes, sin hijos, estaba triste, ahora que tengo cien
estoy desesperada!
—Yo creí hacerla feliz
—dijo el hada—, pero si no es así, ¡que sus hijitos vuelvan a ser garbanzos! —y
golpeó otra vez las manos.
Las vocecitas no se
oyeron más y en lugar de los hijitos había sólo muchos garbanzos desparramados
por la cocina. La mujer, ayudada por el hada, los recogió y volvió a ponerlos
en la olla; eran noventa y nueve.
—¡Qué raro! —dijo el hada—, hubiera jurado que eran
cien.
Después el hada comió su escudilla de sopa, saludo y
se fue.
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