La literatura, en su afán de contarnos la vida, enseña que la realidad más complicada se encarna a veces en una escena sencilla. Una situación y unas pocas palabras resumen las historias personales y colectivas. Lo pensé el otro día en un homenaje a Ángel González en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes, cuando María Gil Burman contó una anécdota que me recordó la manera de ser y de estar de un poeta inolvidable.
Ángel González nació en 1925 en Oviedo. Fue el hermano menor y mimado de un mundo feliz, capaz de hablar por teléfono con cualquier sueño. Su familia estaba muy relacionada con el magisterio asturiano, pero los vientos de la vida dan casi siempre lecciones más rotundas que los mejores maestros. Muerto el padre de forma temprana por una operación médica poco afortunada, la familia pagó una factura muy alta por culpa de otro tipo de dolencia nacional crónica: el golpe de Estado de 1936, la guerra, la derrota y la dictadura. Un hermano mayor fusilado, otro hermano en el exilio y la madre y la hermana víctimas de la depuración que el magisterio sufrió en la época de los himnos, las proclamas y la irracionalidad abanderada. Se vieron obligados a convertir la casa en una pensión para limpiarle las sábanas y darle de comer a los oficiales del mismo ejército que había destrozado su alegre convivencia republicana.
Apurado por la vida, Ángel se hizo poeta, buscó en las palabras, en Juan Ramón Jiménez y en Antonio Machado, las mismas complicidades que en los amigos del barrio para compartir imaginaciones y la ilusión de un tiempo distinto al que soportaban. Escribió, militó y vivió durante muchos años con más convencimiento que esperanza, dispuesto a no renunciar a las convicciones en las que se había educado, aunque la realidad del franquismo pareciera una roca inconmovible y cada año nuevo no supusiese nunca una vida nueva. Pero le gustaba cantar y tocar la guitarra.
Su poesía no cerró nunca los ojos a la desolación, contó lo que ocurría. Gracias a un quiebro irónico lograba abrir ventanas en los versos, claraboyas inteligentes que dejaban entrar la luz, porque eran grietas en la oscuridad del desánimo, la mentira, el clericalismo y la prepotencia de un poder ilegítimo. Su poesía negoció con las tristezas ayudada por un vitalismo capaz de unir la palabra futuro y la lucidez, el yo y el nosotros, la dignidad propia y el respeto a los demás, algo que se aprende cuando la vida nos obliga a comprender los entresijos de la pobreza, el desamparo y la necesidad. No hay mejor plan de estudios que un discurrir modesto y menesteroso de los días frente a los imperios absolutos del narcisismo, la prepotencia y el despilfarro.
La generación poética de Ángel González se hizo partidaria de la felicidad en el tiempo de los castigos y la represión. Buscó refugio en las noches sin fin. La España de la falsa castidad, el silencio y el miedo quedaba suspendida en largas reuniones de amistad y camaradería nocturna. Nunca se agotaban las botellas y las conversaciones sobre los asuntos de la vida. Esa alegría clandestina dejaba huellas en el suelo, una muchedumbre de colillas que competía con las cucarachas, mientras la gente se iba por la puerta y el humo del tabaco por las ventanas.
Contó María Gil Burman que una noche, al final de la fiesta, Ángel se puso a quitar colillas del suelo de su casa con la misma disciplinada paciencia que se emplea al quitar las palabras sobrantes en un buen verso. La voz más amiga le dijo entonces: no te preocupes, Ángel, si mañana le toca venir a la señora de la limpieza. Y Ángel contestó: precisamente por eso.
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