Había una vez un niño que, cada mañana, dejaba un sueño a medias.
Primero saltaba sobre la cama, y luego, fuera de la cama. Se vestía tan deprisa que se equivocaba al ponerse un calcetín.
A punto estaba de lavarse las manos…, pero decidía que la izquierda no estaba sucia.
Luego, salía patinando por el pasillo. En fin, Chiqui hacía, ni más ni menos, lo de todos los días.
Y es que, cuando papá esperaba en la puerta, no había que retrasarse. Sobre todo, si se trataba de un papá mago. Como el suyo.
Era un mago muy especial que , siempre, le despedía con un regalo maravilloso. Le daba unas palabras. Pero no unas palabras de esas del montón. Eran palabras, mágicas.
Chiqui le guiñaba un ojo y las guardaba en su bolsillo secreto.
Así cada mañana, emprendía el camino al colegio.
Primero pasaba por la casa de Mijito. La mamá de Mijito también le acompañaba hasta la puerta. Pero como no era maga, sino dentista, no le daba palabras mágicas. Le daba palabras dentales.
-¡ Mijito, lávate los dientes antes y después de comer! ¡Y mientras masticas también! ¡Y ni se te ocurra mordisquear el lápiz! – le decía.
Luego, le daba un cepillito azul, uno morado y uno amarillo. Y, además, una pegatina en la que ponía:
LOS CHICLES SON UN ASCO
Y una gorra, que tenía escrito con grandes letras bordadas:
SUPERFLÚOR AL ATAQUE
Chiqui miraba a su amigo con gesto divertido. Pero su amigo le miraba con cara de dolor de muelas. Entonces, Chiqui se ponía la mano en el pecho, donde tenía el bolsillo de las palabras mágicas. Y sonreía a Mijito con tantas ganas, que lo malo ya no parecía tan malo.
Al fin, se iban los dos juntos hacia el colegio. CONTINUAR LEYENDO
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