Nos guste o no, los constructores del canon de la literatura española son –llevan años siéndolo– varones. A tenor de sus propuestas, para su configuración se basan en criterios estrictamente estéticos, fijados ya desde la antigua retórica. Ese canon es, por lo que se ve, inamovible. Eso sí, cabe la duda de que a esa rocosidad contribuyan cuestiones más prosaicas, como la pereza mental, el cómodo uso de lo manido, y, por qué no decirlo, el poder de los grupos mediáticos y de las grandes editoriales capaces de polarizar la atención de los críticos, y, por consiguiente, de los lectores, en detrimento de otras ofertas lanzadas con menor apoyo comercial.
[...] Pero la literatura es otra cosa. Sorprendente nos pareció en su día –tan solo hace siete años–, que José Carlos Mainer en el volumen VI de la Historia de la literatura española dedicado al período 1900-1939, despachara a una autora como Elena Fortún con una sola alusión a su corta y poco representativa participación en la revista zaragozana de poesía Noroeste. Sorprendente nos sigue pareciendo que una autora reivindicada como maestra literaria de la generación de los cincuenta (como lo han expresado reiteradamente autores desde Laforet a Martín Gaite y desde García Hortelano hasta Francisco Nieva), y creadora de Celia, el personaje infantil más notable de la literatura española, siga ausente en las otras historias de nuestra literatura del siglo XX. Tampoco tiene cabida en los programas de un buen número de nuestras Facultades de Filología. Y es que, si la entrada en el canon de la obra literaria escrita por mujeres es punto menos que imposible, ¿qué decir si esa literatura está escrita pensando en los
niños?
¿No constituimos las mujeres el mayor colectivo dentro del global de lectores? ¿No se están reeditando obras que permiten reconstruir nuestro pasado, con cuyos personajes podemos identificarnos, que nos relatan? ¿No estamos satisfechas con ello? ¿Para qué queremos más? Dejémoslo así, permitamos que los sesudos varones sigan a lo suyo… Pero una buena parte de los investigadores y estudiosos de la literatura española llevan años esforzándose en recuperar autores y relanzar obras valiosas y aspiran no sólo a resquebrajar el criterio de excelencia y a cuestionar sus límites, sino también a preguntarse qué se debe entender hoy por excelencia y, sobre todo, quién la define. Sin percatarse de que todo nacimiento –o renacimiento– requiere el posterior bautizo apadrinado por un crítico –varón– respetado –o temido–, o, en su defecto, por una editorial poderosa.
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