Desde la memoria familiar, el escritor viaja primero a los días en que los libros eran aún jeroglíficos. Y después, a la magia que supuso poder descifrarlos.
A MI QUERIDA TÍA Macu: Hay personas que dicen tener recuerdos intrauterinos. Yo no soy una de ellas, pero a veces la memoria me dispara fogonazos de imágenes, palabras y sensaciones que me devuelven a mi infancia más lejana. Recuerdo, por ejemplo, estar circulando por Madrid en el asiento trasero del coche de mi padre, un Seat 124 azul metálico, e irle preguntando por lo que pone en los carteles de la calle. Veo una valla publicitaria desde la ventanilla y observo en ella unos signos que se escapan por completo a mi comprensión. Es un instante en la memoria, una imagen de apenas un segundo, pero que me sirve para comprender que pertenece a una época de mi vida en la que aún no sabía leer. Aprendí pronto, sin embargo.
En aquellos tiempos del franquismo tardío resultaba pedagógico que los niños aprendiéramos a leer a muy temprana edad y yo no fui ninguna excepción. Recuerdo también las ansias por descubrir el rudimento y acceder a los secretos de las letras. Había en la biblioteca de mi casa un libro en el que salía fotografiada en la cubierta una calabaza de Halloween iluminada desde dentro, una imagen icónica que en España por entonces no existía. Era un libro sobre magia, de antropología en realidad, repleto de fotos extrañas e inquietantes que a mí me fascinaba ojear. ¿Qué pone aquí, preguntaba a todas horas? Cuando aprendas a leer lo sabrás, me respondían, y mi frustración se compensaba con el deseo de aprendizaje que me inoculaban para así descifrar el maravilloso jeroglífico de lo oculto. Porque oculto era el misterio de la lectura, un tesoro tan solo al alcance de los adultos. Magia y lectura constituían una misma realidad. Con el paso de los años he ido sometiendo al juicio de la lógica la relación entre una y otra, pero la comprensión que otorga el pensamiento racional no sirve para explicar la emoción de sentirlas al unísono. Leer un libro y que te haga temblar, sumergirse en una narración que trascienda las palabras que la integran y te transporte a universos impensables son indiscutibles evidencias de que la literatura es taumaturgia.
Me viene también a la memoria una escena en casa de la abuela Esperanza con un libro delante. Tú vas poniendo el dedo índice sobre las palabras y yo, que junto las letras con premura, las leo en voz alta. En la calle de Gutenberg, donde vivía la abuela, había una papelería-librería y aquel libro estaba expuesto en el escaparate. Recuerdo insistirte para que me lo compraras, a lo que para complacerme accediste. El libro se titulaba Robinson Crusoe, y era una edición adaptada para niños publicada por la editorial Vasco Americana en su colección Amable. ¿Te acuerdas? Todavía lo conservo. En él escribiste una dedicatoria. La primera dedicatoria que me pusieron en un libro. Me sentí satisfecho de poder entenderla. Por fin sabía leer.
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