En las profundidades del África Ecuatorial, el explorador francés Marcel Petre, cazador y hombre de mundo, se encontró con una tribu de pigmeos de una pequeñez sorprendente. Más sorprendido, pues, quedó al ser informado de que un pueblo de tamaño aún menor existía más allá de florestas y distancias. Entonces, él se adentró aún más.
En el Congo Central descubrió, realmente, a los pigmeos más pequeños del mundo. Y —como una caja dentro de otra caja, dentro de otra caja— entre los pigmeos más pequeños del mundo estaba el más pequeño de ellos, obedeciendo, tal vez, a una necesidad que a veces tiene la naturaleza de excederse a sí misma.
Entre mosquitos y árboles tibios de humedad, entre las hojas ricas de un verde más perezoso, Marcel Petre se topó con una mujer de cuarenta y cinco centímetros, madura, negra, callada. «Oscura como un mono», informaría él a la prensa, y que vivía en la copa de un árbol con su pequeño concubino. Entre los tibios humores silvestres, que temprano redondean los frutos y les dan una casi intolerable dulzura al paladar, ella estaba embarazada.
Allí en pie estaba, pues, la mujer más pequeña del mundo. Por un instante, en el zumbido del calor, fue como si el francés hubiese, inesperadamente, llegado a la conclusión última. Con certeza, solo por no ser loco, es que su alma no desvarió ni perdió los límites. Sintiendo la necesidad inmediata de orden y de dar nombre a lo que existe, la apellidó Pequeña Flor. Y para conseguir clasificarla entre las realidades reconocibles, pasó enseguida a recoger datos relacionados con ella. CONTINUAR LEYENDO
No hay comentarios:
Publicar un comentario