domingo, 2 de diciembre de 2018

Memorias de una horca. Un cuento de José María Eça de Queirós.

De un modo sobrenatural llegó a mí la noticia de la existencia de este papel, donde una pobre horca podrida y negra relataba algunas cosas de su historia. Esta horca procuraba escribir sus trágicas Memorias. Debían ser profundos testimonios sobre la vida. Como árbol, nadie conocía tan bien el misterio de la Naturaleza; como horca, nadie conocía mejor al hombre. Nadie puede ser tan espontáneo y genuino como el hombre que se retuerce al extremo de una cuerda, ¡a no ser ese otro que se le sube a los hombros! Por desgracia, la pobre horca se pudrió y murió.

Entre los apuntes que dejó, los menos completos son estos que transcribo, resumen de sus dolores, vaga apariencia de gritos instintivos. ¡Si ella hubiera podido escribir su vida compleja, llena de sangre y de tristezas! Es hora de que sepamos, por fin, cual es la opinión que la vasta Naturaleza, montes, árboles y aguas, tiene del hombre imperceptible. Tal vez este sentimiento me lleve algún día a publicar papeles que guardo avaramente y que son las Memorias de un átomo y las Notas de viaje de una raíz de ciprés.

Así discurre el fragmento que copio y que es, tan sólo, el prólogo de las Memorias:

«Pertenezco a una antigua estirpe de robles, raza austera y fuerte, que ya en la antigüedad dejaba caer de sus ramas pensamientos para Platón. Era una familia hospitalaria e histórica: ella había dado vida a navíos para la ruta tenebrosa de las Indias, lanzas para los alucinados de las Cruzadas y vigas para los techos sencillos y aromáticos que cobijaron a Savonarola, Spinoza y Lutero. Mi padre, olvidando las altas tradiciones sonoras y su linaje vegetal, tuvo una vida inerte y profana. No respetaba las morales antiguas, ni la ideal tradición religiosa, ni los deberes de la Historia. Era un árbol materialista. Lo habían pervertido los enciclopedistas de la vegetación. ¡Carecía de fe, de alma, de dios! Profesaba la religión del sol, de la savia y del agua. Era el gran libertino de la selva pensante. En verano no bien sentía la fermentación vívida de las savias, cantaba agitándose al sol, cobijaba los grandes conciertos de pájaros bohemios, escupía la lluvia sobre el pueblo encorvado y humilde de las hierbas y de las plantas, y por la noche, en el abrazo de las hiedras lascivas, roncaba bajo el silencio estelar. ¡Cuando llegaba el invierno, con la pasividad animal de un mendigo, alzaba hacia la impasible ironía del azul sus brazos flacos y suplicantes! CONTINUAR LEYENDO

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