lunes, 17 de diciembre de 2018

AUNQUE TÚ NO LO SEPAS. Un poema de Luis García Montero que inspira un cuento ("El vocabulario de los balcones", de Almudena Grandes) y una canción del mismo nombre de Quique González.


Como la luz de un sueño,
que no raya en el mundo pero existe,
así he vivido yo
iluminando
esa parte de ti que no conoces,
la vida que has llevado junto a mis pensamientos.

Y aunque tú no lo sepas, yo te he visto
cruzar la puerta sin decir que no,
pedirme un cenicero, curiosear los libros,
responder al deseo de mis labios
con tus labios de whisky,
seguir mis pasos hasta el dormitorio.

También hemos hablado
en la cama, sin prisa, muchas tardes
esta cama de amor que no conoces,
la misma que se queda
fría cuanto te marchas.

Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.

Espiada a la sombra de tu horario
o en la noche de un bar por mi sorpresa.
Así he vivido yo,
como la luz del sueño
que no recuerdas cuando te despiertas.




EL VOCABULARIO DE LOS BALCONES
Almudena Grandes

No hay escalera sin barandilla ni hortera sin zapatos de rejilla, solíamos decir en aquella época, pero lo peor no era la abominable trama tejida con tiritas de cuero marrón que estigmatizaba cruelmente sus empeines, sino el grosero repiqueteo de esos tacones —tap tap tap tap—, que acechaban mis pasos cuatro veces al día, todas las mañanas y todas las tardes, de casa al instituto, del instituto a casa, y vuelta a empezar. De vez en cuando, mientras cambiaba de acera en cada semáforo para que, por lo menos, le costara trabajo seguirme, me preguntaba por qué se empeñaría él en llevar todos los días a clase aquellos zapatos de domingo, siempre impecables, tan lustrosos y brillantes, aunque sus costuras ya hubieran empezado a reventar. Él no necesitaba esos tacones, una base insólita para sus eternos pantalones de chándal de espuma azul, porque era un chico muy alto, pero aquel mínimo detalle no bastaba para convertir en un misterio el vulgar acertijo de su existencia.

No hay parto sin dolor, ya se sabe, ni hortera sin transistor, y él, naturalmente, solía llevar un transistor pegado a la oreja, el volumen a tope mientras me esperaba, emboscado en la esquina de mi casa. Algunas tardes, el eco melancólico, antiguo, de aquella canción que le gustaba tanto, me advertía de su presencia antes aun que la sombra de su figura escurrida y triste, tan larga y, sin embargo, tan extrañamente desamparada. Luego, sus tacones —tap tap tap tap— ponían una nota de más en la dulzona salmodia de aquel amor terminal y desgarrado que nos acompañaba, eso da igual, ya nada importa, San Bernardo abajo, San Bernardo arriba, todo tiene su fi-i-i-in, como una profecía incapaz de cumplirse.

—No sé cómo le aguantas —me decía mi prima Ángeles, que por aquel entonces ya había conseguido que todas sus amistades la llamaran Angelines, abreviatura madrileña que ella encontraba muy fina, pero que en casa, mal que la pesara, seguía siendo Angelita, y por muchos años—. Es que es lo que le faltaba ya, al tío, que le gusten Los Módulos. CONTINUAR LEYENDO

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