No te extrañe que te llame así. A pesar de los años transcurridos, para mí seguís siendo la muchacha de entonces, la que atravesaba la Plaza de lunes a viernes, a las siete menos cuarto, cosechando las lúbricas miradas de los varones de la tarde. Todos te quitábamos con la imaginación el vestido floreado, aunque cada uno se quedaba con una revelación distinta.
Nunca dejaré de agradecerle al doctor Anselmi la noche en que nos presentó en el café Gloria y luego se fue discretamente, dejándonos por primera vez a solas con nuestro mutuo asombro. Y allí empezó todo. Tres meses después tuve el privilegio de quitarte el vestido floreado (eran otras flores, claro) y encontré que superabas en mucho los prodigios de la intuición. Por suerte no eras perfecta, pero tu imperfección le otorgaba un signo irrepetible a mi enamoramiento.
Te preguntarás por qué te cuento todo esto que sabés de memoria, por qué rememoro el origen de los tiempos, o sea de nuestro tiempo. Tal vez porque estoy solo frente al mar y evocarte es una forma de sobrellevar la soledad. Las golondrinas, veloces como nunca, pasan y repasan el aire en su estreno de la primavera, y a mi vez yo, lento como siempre, paso y repaso mis inviernos. No sé por qué miro las várices azules de mis tobillos, flacos y cansados, y admito lo que fui y también lo que quise ser y nunca fui. En cada invierno pasado está tu imagen, ese retrato encuadrado que me espera en la pared del fondo de mi estudio. Y de la colección de inviernos surge nítido aquel en que me dijiste: no va más.
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