miércoles, 3 de abril de 2019

Transfigurar el horror en belleza. Michèle Petit (Traducción de Sandra Sepúlveda Amor), en "Para leer en contextos adversos y otros espacios emergentes".

“Todos los vivíparos tienen su guarida”, decía Pascal Quignard. Estamos desnudos y somos frágiles, necesitamos un piso debajo de nuestros pies y paredes a nuestro alrededor. Puntos de referencia visuales, un paisaje. El abismo nos horroriza. Nos espanta ver que se hunda el suelo, que nuestra guarida se fisure. Nunca he experimentado terremotos o guerras importantes (aunque sí varios ataques terroristas). Sin embargo, un cambio reciente y brutal en mi paisaje familiar me ayuda a sentirme más cerca de aquellos que atraviesan por tales dificultades. En los últimos meses, justo al lado de mi casa, fueron destruidos varios edificios. En su lugar hay montañas de escombros y un gran agujero. Una flotilla de camiones transporta bloques de concreto y escombro a lo largo del día, mientras que grúas armadas con alicates gigantes continúan rompiendo los edificios que quedan en pie, aplastándolos y triturándolos. No tiene nada de dramático, nada en común con lo que la gente experimentó recientemente en la Ciudad de México: esta destrucción está bajo control, llevada a cabo por una empresa especializada, y los edificios destruidos eran feos, nadie los extraña.

Sin embargo, este cambio está perturbando a mucha gente. Una amiga, cuando pasa por el sitio, desvía la mirada. “¿Qué es lo que no quieres ver?”, “la destrucción, eso me asusta. El agujero”, como si ahí hubiera una gran tumba. Una de mis vecinas sufre de depresión, ya no puede soportar este caos. Mis vecinos mayores temen que nuestro edificio, construido sobre una cantera, se derrumbe: todos los días tiembla cuando golpean los edificios cercanos. Y es verdad que las vibraciones son impresionantes. Cuando las paredes se mueven, todos nos imaginamos tres pisos más abajo, enterrados bajo los escombros.

A mí, sobre todo, me disgusta este polvo gris cubriéndolo todo día tras día. Tiene un sabor a muerte, y nos recuerda la fragilidad de nuestra condición. Además, ya no vivimos a color, todo se confunde. Alejandro, el guardián, pelea contra él sin cesar, riega el suelo y las plantas en el patio, para que encuentren un poco de sus matices, un poco de alivio. Tanto alboroto causó que la pareja de cernícalos que había anidado aquí cerca decidió mudarse. Ya no disfrutaré aquellas conversaciones poéticas con una dama que se instalaba en el camino con un catalejo y me explicaba sus hábitos. ¿Cuántos años tardarán las aves en regresar? No lo sé. Tampoco sé si plantarán un árbol en lugar de nuestro viejo castaño que tendremos que talar: él tampoco pudo soportar tantos trastornos.

Cuando cae la noche, la obra se detiene y mi edificio por fin deja de temblar. Enciendo la televisión y
veo en el noticiero que Raqqa, en Siria, fue “liberada”: una ciudad entera en ruinas, desierta, un paisaje de desolación. Desde hace años, no pasa una sola noche sin que veamos imágenes de edificios colapsados, destripados, destruidos por bombardeos, atentados o desastres llamados “naturales” como huracanes, terremotos, tsunamis. Ni una sola noche sin estas visiones del apocalipsis. Ahí donde se encontraban todas esas construcciones, esas vidas, no queda nada más que polvo, pedazos de chatarra retorcida, un abismo. Pienso en la terrible incapacidad de los humanos para abandonar la guerra. Y en las muchas colinas artificiales de Berlín, hechas de escombros, resultado de los bombardeos al final de la guerra. Parece que durante los primeros meses fueron las mujeres quienes las desescombraron. Se llamaban Trümmerfrauen, las mujeres de las ruinas. Las plantas finalmente volvieron a crecer y ahora la gente sale a pasearse entre ellas. CONTINUAR LEYENDO



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