USTEDES ME LLAMAN LOCO y me han encerrado, pero yo me río de sus recelos y sus miedos. Puedo ser libre cuando yo lo quiera, y escaparé lejos de sus vigilantes y de sus puertas selladas por medio de un hilo de seda que me ha tendido Arachné. Pero la hora no ha llegado aún —está cerca, sin embargo; mi corazón se va apagando y mi sangre empalidece. Ustedes, que me creen loco, pronto tendrán que creerme muerto, y entonces yo estaré pendiendo del hilo de Arachné más allá de las estrellas.
Si estuviera loco, no sabría con tanta claridad lo que ha pasado; no recordaría con tanta precisión lo que ustedes llaman mi crimen, ni los argumentos de sus abogados ni la sentencia de su juez rojizo. Si estuviera loco no me reiría de los informes de sus médicos ni vería a través del techo de mi celda la cara lampiña, el saco negro y la corbata blanca del imbécil que me ha declarado inimputable. No…, no los vería —pues los locos no tienen ideas puntuales; en cambio, yo sigo mis argumentos con una lógica precisa y una claridad tan extraordinaria que yo mismo debo sorprenderme. Y, además, los locos sufren dolores en la parte superior del cráneo; los pobres desgraciados, los locos, creen que columnas de humo, arremolinándose, les brotan del occipucio. En cambio mi cerebro es tan ligero que a menudo me parece tener la cabeza vacía. Las novelas que he leído, y que me gustaban en el pasado, ahora las capturo de un sólo golpe de vista y las juzgo en su exacto valor, descubriendo cada uno de sus múltiples defectos —en cambio, la simetría de mis invenciones es tan perfecta que ustedes caerían pasmados si se las expusiera.
Pero es tal mi desprecio por ustedes, que estoy seguro que no entenderían nada. Por ello, sólo les dejo estas líneas como testimonio final de la burla que me inspiran y para que vean su propia locura cuando encuentren mi celda vacía.
Ariane, la pálida Ariane con quien he sido encontrado, era bordadora. Y ésta fue la causa de su muerte, y ésta también la causa de mi salvación. Yo la amaba con una gran pasión. Era morena, y ágil con los dedos. Sus besos eran pinchazos de agujas; sus caricias, bordados excitantes. Pero las bordadoras llevan una vida estéril y pueden ser tan inconstantes que le pedí que abandonara su oficio. Ella se resistió, y yo me encolericé al ver a los jóvenes pretenciosos que la acechaban al salir del taller. Mi rabia era tan grande que me impuse regresar de lleno a los estudios que en otro tiempo me habían hecho feliz. SEGUIR LEYENDO
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