viernes, 13 de marzo de 2020

Mumú, un cuento de Iván Turguéniev

En una de las calles periféricas de Moscú había en otro tiempo una casa gris con columnas blancas, entresuelo y balcón algo torcido, en la que vivía una viuda atendida por numerosa servidumbre. Sus hijos habían entrado en la administración de Petersburgo y sus hijas se habían casado; la señora apenas salía de casa y pasaba en completa soledad los últimos años de su triste y sombría vejez. Sus días de luz, más bien grises y desapacibles, habían pasado hacía tiempo; pero la tarde de su vida era más negra que la noche.

De sus numerosos domésticos el más notable era el portero Guerásim, hombre de talla gigantesca, complexión hercúlea y sordomudo de nacimiento. La señora lo había sacado de la aldea, donde vivía solo en una pequeña isba separado de sus vecinos, y donde estaba considerado el más laborioso de sus tributarios. Dotado de una fuerza excepcional, trabajaba por cuatro y despachaba con soltura las faenas; daba gusto verlo cuando araba un campo; con las enormes palmas apoyadas en el arado, se diría que él solo, sin la ayuda de su caballejo, abría el blando seno de la tierra; cuando, en torno al día de san Pedro, manejaba vigorosamente la guadaña, parecía que iba a segar a ras de tierra un bosquecillo de jóvenes abedules; y cuando, armado de un enorme mayal, trillaba el cereal sin tregua ni desmayo, los músculos oblongos y duros de sus hombros se levantaban y bajaban como una palanca. Su inquebrantable mutismo confería a su infatigable labor un aire de solemne gravedad. Era un mujik¹ excelente, y de no haber sido por su desgracia, cualquier muchacha lo habría aceptado de buen grado por marido… Pero un buen día lo llevaron a Moscú, le compraron unas botas, le confeccionaron un caftán para el verano y un abrigo de piel de cordero para el invierno, le pusieron en la mano una escoba y una pala, y lo nombraron portero.

En un principio no le gustó nada su nueva vida. Desde la infancia estaba acostumbrado a las labores del campo y a la aldea. Apartado por su desdicha del trato con los hombres, el mudo creció robusto como un árbol en tierra fértil… Trasplantado a la ciudad, se sentía desorientado, acosado por la perplejidad y la nostalgia, como un toro joven y fuerte al que de pronto sacan del pastizal donde la jugosa hierba le llega hasta el vientre, lo meten en un vagón de ferrocarril y lo llevan Dios sabe dónde en medio de un estrépito ensordecedor, nubes de humo, chispas y oleadas de vapor. En comparación con las duras faenas del campo, las obligaciones del nuevo cargo le parecían un juego; en media hora lo tenía todo hecho. Entonces se quedaba plantado en medio del patio, mirando con la boca abierta a los transeúntes, como si esperara que le aclarasen el enigma de su situación; o de pronto se retiraba a algún rincón y, arrojando la pala y la escoba, se tumbaba en el suelo boca abajo y pasaba horas enteras inmóvil, como una bestia en una trampa. CONTINUAR LEYENDO


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