El trabajo de un escritor no puede definirse de antemano. Aun en el caso de que el escritor parezca perfectamente identificado y conforme con la sociedad de su tiempo, de que su proyecto sea el de ser ejemplar y bien pensante, si es un gran escritor su obra será modificada, en primer lugar en la escritura y después en las lecturas sucesivas, por la intervención de elementos específicamente poéticos que sobrepasan las intenciones ideológicas.
Se sabe que Sófocles fue descrito por uno de sus contemporáneos como uno de los hombres más felices de su tiempo; amigo personal de Pericles, soldado inteligente y victorioso, alcanzó una vejez serena y sin sufrimientos. El objetivo de sus versos trágicos sería más bien el de mostrar los desastres que puede causar la desmesura en los pobres humanos. Si observamos atentamente, esta intención es oficial y conservadora (al menos esa sería la opinión de cualquier intelectual contemporáneo). Y sin embargo, por una vía inesperada, no son los peligros del incesto, sino, en definitiva, su atracción lo que Sófocles nos revela y, al mismo tiempo, nos dice que el destino trágico no está hecho sólo de desmesura sino que es también la culminación del peso irresistible de la objetividad.
La obra de un escritor tampoco debe definirse por sus intenciones sino por sus resultados. Considero que actualmente, por razones económicas, políticas y sociales, el lector está condicionado de antemano y que los contenidos de tal o cual literatura le son impuestos a través de elementos extraliterarios. En la cubierta de los libros, en los artículos de los periódicos, en la publicidad, en el chantaje de la superioridad numérica de las obras más vendidas, se escamotea la realidad material del texto, cuyo valor objetivo pasa a segundo plano. El lector cree saber de antemano lo que debe encontrar en un libro —y que lo encuentre o no, no tiene finalmente ninguna importancia. Se podría decir, me parece, que se trata de una maquinación de carácter represivo destinada a abolir la experiencia estética que es un modo radical de libertad.
Se dice que cuando Sófocles presentó su obra en la Olimpíada, fue un tal Filocles, sobrino de Esquilo, el premiado. Puede pensarse que lo que disgustó en su trilogía fue justamente la desmesura que pretendía criticar y que es en realidad el fundamento poético gracias al cual ha llegado hasta nosotros. Sófocles nos vuelve un poco más conscientes de nuestra animalidad. Él veía el mundo con los ojos de un poeta trágico, a despecho de las reglas sociales que defendía sinceramente y que sin duda había perfectamente interiorizado. La poesía, especie de acto fallido, obedecería en cierta medida a los mecanismos del lapsus linguae, tal como Freud lo describe en El chiste y su relación con el inconsciente. Buscando la forma de un discurso social inteligible, el poeta corre el riesgo de poner al desnudo, desnudándose a sí mismo, aspectos insospechados de la condición humana y de la relación del hombre con el mundo.
Las reglas de conducta y de pensamiento en la sociedad contemporánea se objetivan bajo la forma de instituciones. El poder político, la censura, el periodismo, los imperativos de rentabilidad, el trabajo de promoción de las editoriales y los medios audiovisuales suministran las consignas que debe seguir el producto estético para que no solamente el artista sino también el consumidor se adecuen a ellas. Vivimos, como dice justamente Nathalie Sarraute, en «la era del recelo». Todo debe ser definido de antemano para que nada, ni siquiera la experiencia estética que es tan personal, escape al control social.
Es así como ciertas designaciones que deberían ser simplemente informativas y secundarias se convierten, por el solo hecho de existir, en categorías estéticas. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la expresión «literatura latinoamericana». Esta expresión, corriente en los medios de difusión y en la obediente crítica universitaria, no se limita a informar sobre el origen de los autores, sino que está cargada de intenciones estéticas y además es portadora de valores; su empleo presupone temas, estilos y una cierta relación estética entre autor y sociedad. Se le atribuyen a la literatura latinoamericana la fuerza, la inocencia estética, el sano primitivismo, el compromiso político. La mayoría de los autores —a sabiendas o no— cae en la trampa de esta sobredeterminación, actuando y escribiendo conforme a las expectativas del público (por no decir, más crudamente, del mercado). Como en la edad de oro de la explotación colonial, la mayoría de los escritos latinoamericanos procura al lector europeo ciertos productos que, como pretenden los expertos, escasean en la metrópoli y recuerdan las materias primas y los frutos tropicales que el clima europeo no puede producir: exuberancia, frescura, fuerza, inocencia, retorno a las fuentes.
Además, es necesario que todo producto tenga una apariencia decentemente latinoamericana y que las obras editadas conserven cierto aire de familia. La literatura latinoamericana debe cumplir así, no una praxis iluminadora, sino una simple función ideológica.
Es inútil decir que los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX —Rubén Darío, César Vallejo, Macedonio Fernández, Vicente Huidobro, el Neruda de los años treinta y cuarenta, Jorge Luis Borges, Juan L. Ortiz, Felisberto Hernández, etc.— son en su mayoría casi desconocidos en Europa y mal leídos en su propio continente. Además, cuando nos familiarizamos con sus obras, descubrimos que no sólo tienen poco o nada en común, sino que también se oponen violentamente los unos a los otros. Todos, sin embargo, poseen en sus escritos un elemento que no se encuentra más que en los textos mayores de la literatura moderna: la voluntad de construir una obra personal, un discurso único, retomado sin cesar para ser enriquecido, afinado, individualizado en cuanto al estilo, hasta el punto de que el hombre que está detrás se convierte en su propio discurso y termina por identificarse con él. Todas las fuerzas de su personalidad, conscientes o inconscientes, se encuentran en una imagen obstinada del mundo, en un emblema que tiende a universalizar su experiencia personal. Que la sociedad mercantil se ilusione en seguida con la recuperación de esas obras mayores oficializándolas, es un fenómeno que merece ser estudiado en detalle, pero podemos afirmar desde ya que estas obras siguen siendo de cierta manera secretas y escapan siempre al juego de la oferta y la demanda, y que sólo el amor y la admiración pueden penetrar en su aura viviente y generosa.
Por todas estas razones, creo que un escritor en nuestra sociedad, sea cual fuere su nacionalidad, debe negarse a representar, como escritor, cualquier tipo de intereses ideológicos y dogmas estéticos o políticos, aun cuando eso lo condene a la marginalidad y a la oscuridad. Todo escritor debe fundar su propia estética —los dogmas y las determinaciones previas deben ser excluidas de su visión del mundo. El escritor debe ser, según las palabras de Musil, un «hombre sin atributos», es decir un hombre que no se llena como un espantapájaros con un puñado de certezas adquiridas o dictadas por la presión social, sino que rechaza a priori toda determinación. Esto es válido para cualquier escritor, cualquiera sea su nacionalidad. En un mundo gobernado por la planificación paranoica, el escritor debe ser el guardián de lo posible.
Extraído de: El Concepto de Ficción, Seix Barral ed. 1997
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