Explorar las estrechas relaciones entre ética y literatura es un reto que afecta tanto a la educación literaria como a la construcción de la ciudadanía. No debería confundirse esa relación con la extendida creencia de que la literatura «transmite» valores, un lugar común que minimiza y desvirtúa el vínculo entre ambas disciplinas. La deliberación ética que promueve la literatura es un recurso más complejo y más vigoroso para entender el mundo en el que vivimos y las decisiones que debemos tomar en cada momento.
¿Qué tienen en común unos niños que hablan sobre la generosidad después de que su maestra les haya leído El árbol generoso, de Shel Silverstein, un grupo de adolescentes que conversa en un aula sobre el sufrimiento que ocasionan las guerras y los desplazamientos forzados a partir del poema Refugiados , de Adam Zagajewski, un grupo de jóvenes que discute en una cafetería sobre la convivencia después de leer el libro Un mundo común, de Marina Garcés, y un grupo de adultos que reflexiona sobre la corrupción en un club de lectura a partir del libro Crematorio, de Rafael Chirbes?
Lo que los une es que todos ellos, de un modo u otro, participan en una deliberación ética. Hablan de conductas, actitudes, decisiones, experiencias y emociones humanas, y esos actos de lenguaje, de pensamientos y razonamientos compartidos, poseen un carácter ético, pues, de acuerdo con la concepción clásica, la ética es la parte de la filosofía que se encarga de discernir y enjuiciar los comportamientos morales de los seres humanos. La tradición de la filosofía moral occidental se fundamenta en la consideración de la ética como la vía que examina los medios que procuran el bien de los individuos y, más aún, el bien de la comunidad. La ética cívica aborda el significado del buen vivir, del vivir de acuerdo a normas o principios que hagan más llevadera la existencia de todos o, simplemente, la salvaguarden: la libertad, la igualdad, la compasión, la solidaridad, la inclusión, el diálogo, la justicia, la dignidad... Para Norbert Bilbeny (2003, p. 9) «la vida humana es inseparable de la ética, a condición de que no nos olvidemos de que la ética está hecha para la vida». No es posible separar la ética de las vicisitudes de la vida, de las opciones que debemos tomar en cada momento no solo en beneficio propio sino en beneficio de la humanidad en su conjunto y del planeta entero donde se
manifiesta la vida, no solo la humana. La ética es, pues, una filosofía práctica, tiende a la acción y demanda derechos, compromisos y opciones. Es una ayuda para andar por las calles, para relacionarse con los que caminan a nuestro lado.
Esa búsqueda del bien común, de una convivencia justa y pacífica, puede hacerse, entre otros medios, a través de la deliberación, concepto clave de la filosofía de Jürgen Habermas (1998), quien la considera el fundamento de una democracia basada en la participación permanente de los ciudadanos en la actividad política, la argumentación racional, el logro de acuerdos, la elección ecuánime de medios en relación con los fines, las consideraciones morales, las normas justas, la coherencia jurídica... La democracia deliberativa sería inseparable, pues, de la ética discursiva, la actividad comunicativa, el diálogo, el razonamiento. En definitiva, de la palabra. Aprender y practicar la deliberación debería ser un principio básico de la democracia. CONTINUAR LEYENDO
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