sábado, 29 de agosto de 2020

Con la cara hacia arriba, un cuento de Stephen Crane.

 

I

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó el ayudante, inquieto y agitado.

—Enterrarlo —respondió Timothy Lean.

Los dos oficiales bajaron la vista hacia el cuerpo de su compañero, que yacía tendido a sus pies. Tenía el rostro azulado; los ojos brillantes miraban al cielo. Por encima de las dos siluetas de pie, se oía el silbido de las balas, y en la cima de la loma, la postrada infantería Spitzbergen disparaba rítmicas descargas cerradas.

—No crees que sería mejor… —empezó a decir el ayudante—. Podríamos dejarlo aquí hasta mañana.

—No —dijo Lean—. No voy a poder sostener nuestra posición más de una hora. Tengo que retroceder y debemos enterrar al viejo Bill.

—Por supuesto —replicó el ayudante de inmediato—. ¿Tus hombres tienen herramientas de trinchera?

Lean gritó en dirección a la pequeña línea de fuego, y dos hombres se acercaron lentamente, con un pico y una pala. Se quedaron mirando en dirección a los tiradores apostados de Rostina. Las balas restallaban cerca de sus oídos.

—Cava aquí —ordenó Lean, de mal humor.

Los hombres, obligados a bajar la vista hacia el césped, empezaron a darse prisa y a sentir miedo pues no podían ver de dónde venían las balas. El golpe seco del pico golpeando contra la tierra resonaba entre el rápido estallido de las balas cercanas. Al poco rato, el otro soldado raso empezó a cavar con la pala.

—Supongo —dijo el ayudante, despacio— que deberíamos buscar en la ropa… cosas.

Lean asintió. Juntos, ensimismados en forma extraña, observaron el cadáver. Entonces, Lean agitó los hombros, como si se despertara de improviso.

—Sí —respondió—, será mejor que veamos qué tiene.

Se puso de rodillas y acercó las manos al cuerpo del oficial muerto. Pero las manos le temblaron sobre los botones de la chaqueta. El primer botón tenía un color rojo ladrillo debido a la sangre seca, y Lean, al parecer, no se atrevía a tocarlo.

—Vamos, sigue —dijo el ayudante, con voz ronca.

Lean extendió la mano rígida y sus dedos manipularon con torpeza los botones manchados de sangre. Por fin se levantó con la cara pálida. Encontró un reloj, un silbato, una pipa, una bolsa de tabaco, un pañuelo, un pequeño estuche de naipes, y papeles. Miró al ayudante. Se hizo un silencio. El ayudante sentía que se había portado como un cobarde al permitir que Lean llevara a cabo por sí solo la deprimente tarea. CONTINUAR LEYENDO

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