Había una vez dos pobres leñadores que volvían a su casa a través de un gran pinar. Era invierno, y hacía una noche de intenso frío. Había una espesa capa de nieve en el suelo y en las ramas de los árboles; la helada hacía chasquear continuamente las ramitas a ambos lados a su paso; y cuando llegaron a la cascada de la montaña la encontraron suspendida inmóvil en el aire, pues la había besado el rey del hielo.
Tanto frío hacía que ni siquiera los pájaros ni los demás animales entendían lo que ocurría. -¡Uf! -gruñía el lobo, mientras iba renqueando a través de la maleza con el rabo entre las patas-, hace un tiempo enteramente monstruoso. ¿Por qué no toma medidas el gobierno?
-¡Uit!, ¡uit!, ¡uit! -gorjeaban los verdes pardillos-, la vieja tierra se ha muerto, y la han sacado afuera con su blanca mortaja.
-La tierra se va a casar, y este es su traje de novia -se decían las tórtolas una a otra cuchicheando. Tenían las patitas rosas llenas de sabañones, pero sentían que era su deber tomar un punto de vista romántico sobre la situación.
-¡Tonterías! -refunfuñó el lobo-. Os digo que la culpa la tiene el gobierno, y si no me creéis os comeré.
El lobo tenía una mente completamente práctica, y siempre tenía a punto un buen razonamiento. -Bueno, por mi parte -dijo el picoverde, que era un filósofo nato- no me interesa una teoría pormenorizada de explicaciones. Las cosas son como son, y ahora hace un frío terrible.
Y, ciertamente, hacía un frío terrible. Las pequeñas ardillas, que vivían en el interior del gran abeto, no hacían más que frotarse mutuamente el hocico para entrar en calor, y los conejos se hacían un ovillo en sus madrigueras, y no se aventuraban ni siquiera a mirar afuera. Los únicos que parecían disfrutar eran los grandes búhos con cuernos. Tenían las plumas completamente tiesas por la escarcha, pero no les importaba, y movían en redondo sus grandes ojos amarillos, y se llamaban unos a otros a través del bosque:
-¡Tu-uit! ¡Tu-ju! ¡Tu-uit! ¡Tu-ju! ¡Qué tiempo tan delicioso tenemos!
Los dos leñadores seguían su camino, soplándose con fuerza los dedos y golpeando con sus enormes botas con refuerzos de hierro la nieve endurecida. En una ocasión se hundieron en un ventisquero profundo y salieron tan blancos como molineros cuando las muelas están moliendo el trigo; y una vez resbalaron en el hielo duro y liso donde estaba helada el agua de la tierra pantanosa, y se les cayeron los haces de su carga, y tuvieron que recogerlos y volverlos a atar; y otra vez pensaron que habían perdido el camino, y se apoderó de ellos un gran terror, pues sabían que la nieve es cruel con los que duermen en sus brazos. Pero pusieron su confianza en el buen San Martín, que vela por todos los viajeros, y volvieron sobre sus pasos, y caminaron con cautela, y al fin llegaron al lindero del bosque, y vieron allá abajo en el valle, a sus pies, las luces del pueblo en el que vivían. CONTINUAR LEYENDO
No hay comentarios:
Publicar un comentario