Cualquier reflexión en torno a la educación y la lectura debería partir del hecho de que la lectura ha dejado de presentarse con la «L» mayúscula que la ha caracterizado prácticamente hasta la segunda mitad del siglo XX y se ofrece ahora con una modesta «l» minúscula que, no obstante, la ha hecho más accesible y plural. Más contradictoria también. Esa «minuscularidad» de la lectura tiene el inconveniente, o quizá la ventaja, de presentarla como una práctica cultural cada vez más compleja y más vulnerable. Por otra parte, la educación, tal como se ha venido entendiendo hasta nuestros días, se consideraba la puerta que permitía el acceso al caudal de los libros y, por tanto, de la gran cultura, cuyo fruto cierto era la emancipación individual y social. Educación y lectura constituían un emparejamiento indudable, prometedor. Ya no ocurre exactamente igual. Esa consideración humanista de la educación y la lectura ha perdido influencia. No constituye ya la principal referencia de los discursos pedagógicos o literarios, aunque sigue inspirando la actividad de miles de personas en todo el mundo. La cuestión ahora es dilucidar si la educación puede seguir haciendo algo por la lectura. Y en qué términos. Tratar de aclarar algunos de esos extremos, aquellos en los que están en juego el porvenir de una relación tenida hasta ahora como incuestionable, es el propósito de este artículo. ACCEDER AL ARTÍCULO
-"No es posible crecer en la intolerancia. El educador coherentemente progresista sabe que estar demasiado seguro de sus certezas puede conducirlo a considerar que fuera de ellas no hay salvación. El intolerante es autoritario y mesiánico. Por eso mismo en nada ayuda al desarrollo de la democracia." (Paulo Freire). - "Las razones no se transmiten, se engendran, por cooperación, en el diálogo." (Antonio Machado). - “La ética no se dice, la ética se muestra”. (Wittgenstein)
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