domingo, 25 de septiembre de 2022

"ANDERSEN Y LOS HERMANOS GRIMM". José Ovjero en "La ética de la crueldad" (pags. 52-54)

Siempre hay una justificación moral para el exterminio, una coartada para la profusión de sangre. La crueldad moralizante, que suele ser parte de la épica pero también de los cuentos infantiles clásicos, satisface la necesidad del espectador de certidumbres, de verdades sencillas, de una división clara entre el bien y el mal. Donde situemos el mal y hasta qué punto la obra se convierta en ejemplo consciente de su localización hace que aquella sea más o menos conformista. Hans Christian Andersen, en su cuento La niña que pisoteó el pan, tiene muy claro de qué lado está el mal y se complace en castigarlo: la niña protagonista viene descrita desde el principio como orgullosa y arrogante, con una predisposición que, ya de muy pequeña, la llevaba a arrancar las alas a las moscas y a pinchar escarabajos en un alfiler; de nada sirven las advertencias de su sufrida madre: «Vas a acarrearte la desgracia [ . .. ]. Cuando eras niña solías pisotear mis delantales; y de mayor me temo que pisotearás mi corazón.» Para ahorrar tiempo: la niña tiene todos los vicios y ninguna de las virtudes; tras pisar el pan que llevaba a sus padres para atravesar un charco sin mancharse los zapatos -no porque fuese una niña muy limpia sino porque era muy vanidosa-, va directamente al infierno. Allí pasa muchos años, inmovilizada como una estatua, mortificada por el hambre, rodeada de moscas sin alas, sapos, babas repugnantes que ahora manchan su vestido; solo termina su condena cuando se arrepiente de corazón de sus pecados; terminará el cuento convertida en gaviota que reparte entre otros pájaros las migas de pan que encuentra.

Quizá lo más llamativo del cuento, aparte de esa cursilería en la que resulta fácil incurrir cuando se quiere conmover a toda costa, es el obvio placer del escritor al describir los tormentos de la niña. La crueldad como arma pedagógica: torturar para disuadir, hacer daño para hacer el bien. La banalidad de este cuento y de su mensaje se vuelve evidente si lo comparamos con otro cuento cruel pero mucho más complejo, Hansel y Gretel: en él el mal resulta difuso, se encarna de diferentes maneras en los personajes: la madrastra, temiendo morir de hambre, convence al marido de la necesidad de deshacerse de los niños; el padre, hombre débil, consiente por dos veces; la bruja pretende devorarlos. ¿Cuál es el mensaje? Se han hecho muchas interpretaciones psicoanalíticas de este cuento, quizá porque el mensaje, si lo hay, es mucho más profundo que el deseo consciente de escribir una historia ejemplar que sí encontrábamos en Andersen; el mal está en todas partes, fuera y dentro de la propia casa, acecha desde el mundo adulto; y crecer es enfrentarse al horror, abandonar la infancia protegida y empujar a la bruja al homo para que se abrase; el crecimiento solo es posible ejercitando algún tipo de violencia. Los dos niños, tras acabar con la bruja, regresan al mundo de los adultos, y aunque se besan y abrazan de alegría, después, para atravesar el río, se montan en un cisne, pero por separado, por miedo a hundirse: los temores de la sexualidad que nace están ya ahí; las amenazas se vuelven sutiles, llegan desde lo más profundo de esas aguas que deben atravesar los protagonistas. Estos dos cuentos muestran la diferencia entre una crueldad moralizante y una crueldad entendida como instrumento para investigar una realidad que, al empezar a escribir, aún se desconoce. Mientras que Andersen tiene como punto de partida un objetivo moral y toda la narración está al servicio de ese objetivo -por lo que no aparecen elementos extraños a la historia central y tampoco contradictorios ni confusos-, del cuento de los Grimm no salimos sabiendo lo que debemos pensar, cómo interpretar las distintas situaciones, a los distintos personajes. Andersen ofrece claridad donde los Grimm se adentran en las sombras sin esforzarse por disolverlas.


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