Los indecisos saben que cualquier decisión es parcialmente equivocada, no por el sentido de la misma, sino por el mero hecho de elegir. Es tan impertinente, en todo caso, salir o no salir a la calle, de modo que el hombre que opta por abrir la puerta, cruzar el umbral e integrarse a la muchedumbre anónima que circula por la ciudad no se equivoca menos que el otro, cerrador de puertas, que decide instalarse en un sillón y no abandonar la casa. Una u otra decisión, aparentemente opuestas, coinciden en un punto: intervienen sobre la realidad, desencadenan una serie de hechos imprevisibles y determinan otros, en un proceso incontrolable acerca del cual una sola responsabilidad es excesiva, y ninguna, cobardía.
Como la mujer que debía cruzar un río para encontrarse con su amante, y pereció en la empresa.
La historia de esta mujer ilustra mejor que ninguna otra hasta qué punto cualquier decisión es equivocada y un sí o un no dichos de manera aparentemente inofensiva, provocan consecuencias inconmensurables; las cercanas, a veces podemos aquilatarlas; las lejanas, como olas sucesivas que se forman más allá de nuestros ojos, no por imperceptibles son menos importantes.
La casa estaba al borde de un río. El río, teñido por la áspera vegetación circundante, era verde.
Las aguas provocan sueños. Son difusos, los sueños provocados por el agua. Fluyen desde alguna parte lejana envueltos en la maleza, entretejidos de lianas, con residuos de barro (memorias de quienes fuimos en otra edad perdida, inevocable), dibujos en la niebla y el eco de ramas quebrantadas como huesos partidos, dislocados. En la negra noche del deseo, las aguas dan forma ilusoria a los anhelos vagos, a las ansiedades insatisfechas. Mujer, río y sueño navegaban juntos en el lecho verde del agua, en la cabellera de lianas mezcladas, en el vapor frágil del despertar.
La mujer tenía un amante. Los sauces caían con delicada levedad, barrían la costa, evaporaban la maleza. CONTINUAR LEYENDO
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