A la señorita Pardo le importaban sobre todas las cosas las palabras. De niña le habían explicado que nada sentaba mejor antes de dormir que una dosis regular de diccionario, entendiéndose por regular su aplicación constante, noche tras noche, y también la cantidad discreta, ni tan escasa como para no avanzar de modo visible en el empeño, ni tan contundente como para anular por agobio el propósito básico: grabar durante el sueño aquel acervo que, dentro, se volvía de oro. Por esos años de revelaciones comía, veloz, su cena, sin apreciar posibles refinamientos, con tal de concluir pronto y retirarse a la paz de su diccionario. Una única cosa podía disolver esa apatía que alarmaba a su familia y era la presencia en la comida de algún ingrediente novedoso. Y no porque agregara una provincia más al reino de los sabores, sino otro nombre, el dibujo de otra palabra, la delicia de un sonido diferente. Ganaba entonces no la memoria del gusto avinagrado y particular de la alcaparra o el inconfundible perfume de la albahaca en el caldo, sino dos palabras casi hermanas que serían clasificadas por sus cuatro sílabas rotundas de vocales abiertas y de orígenes arábigos. Un día descubrió las etimologías. Eso fue la culminación, la cúpula con la que remató el templo de sus secretas adoraciones. Así llegó a ser, ya adulta, una coleccionista entusiasta. Luego sería una coleccionista avara. Hablaba poco, convencida de la incapacidad de la gente para apreciar, más allá de lo que decía, el precioso vehículo empleado.
Esa devoción por una materia considerada insípida y exhumativa no implicaba, pese a lo que pudiera pensarse, sequedad de alma. Tenía familiares, amigas y amigos muy queridos, si bien ellos no participaban de sus fervores lexicales. Era probable que por eso no retribuyesen por igual sus afectos, que podían parecerles algo exánimes. Cuando llegaban aniversarios que requerían un regalo, la señorita Pardo se desvelaba desde días atrás pensando en un vocablo precioso por sus sonoridades pero también por el sentido, que había de adecuarse a la persona obsequiada. Era necesario, claro, que esta no la tuviese en su haber. Al fin, la señorita Pardo aparecía con su palabra rodeada de todos los adornos y delicadezas con que se presenta un obsequio refinado, sin que nadie aquilatara el trabajo y los cuidados pasados. Le agradecían apenas con una sonrisa de mero cumplimiento, las más de las veces irónica. Ignoraba, claro, su fama de extravagante y aun de escatimadora, por el estilo infrecuente de sus regalos. CONTINUAR LEYENDO
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