Me asomé a la puerta de la agencia con el paraguas goteando. Miré a la derecha, a la izquierda, buscando un paragüero donde dejarlo. La recepcionista negó con la cabeza, saliendo de detrás de su mesa.
—Lo retiramos hace dos meses, perdona. Está claro que subestimamos el verano. Parece mentira que aún se nos olvide dónde estamos. Déjamelo, yo lo guardo. Vienes por la entrevista, ¿verdad? Puedes pasar a esa sala de ahí.
Había cinco personas: cuatro hombres y una mujer. Se volvieron a mirarme y algunos movieron los labios en silencio, haciendo como que decían buenos días.
—Hola —dijo la mujer, y me sonrió expresamente.
Me llamó la atención su acento, que tintineó como no lo hacía en aquella región.
—Hola —respondí, sin sonrisas.
Deduje que todos allí aspiraban al mismo puesto que yo, así que los observé y aborrecí. Flotaba un silencio nervioso y oscilante en la estancia, como esas bolsas de plástico que el viento llevaba a la derecha, después a la izquierda, arriba, abajo, y al final se mantenían en el mismo sitio, pero sin estarse quietas.
Me senté al fondo y dejé, como el resto, mi carpeta de dibujo A2 en el suelo, apoyada en las patas de la silla. Discretamente fui estudiando el percal. Saqué una conclusión sin premisas: yo necesitaba y me merecía ese trabajo más que todos ellos. Llevaba mucho tiempo soñando, buscando un empleo así. Conseguirlo, y además empezar en pleno verano, cuando la gente, por lo general, lo que necesita es parar de trabajar, irse de vacaciones, olvidarse de todo, sería doble buena noticia. Me vendría bien centrarme, dejar de salir, alejarme de algunos hábitos, incluso de ciertas compañías. En nueve días cumpliría 28: momento perfecto para sentar cabeza. Daría casi cualquier cosa para hacerme con el puesto. No daría, por ejemplo, un brazo, ni el dedo gordo. En cambio, creía que sí me dejaría romper el cúbito, porque eso tendría arreglo, y, entretanto el hueso soldaba, yo ya estaría en nómina y haciendo lo que me gustaba, que era la publicidad.
Claro: los demás albergaban las mismas expectativas y ganas. Aunque no veía a ninguno pidiendo que le rompiesen un brazo, una muñeca o la cadera, mismamente. Pero quién sabía qué pasaba por aquellas otras cabezas.
Hacía tres años y medio que buscaba empleo dentro del sector, desesperado, así que intenté concentrarme para dar lo mejor de mí en la entrevista y evadirme de cualquier pensamiento hostil. En cuestión de minutos nos irían llamando para presentar el desarrollo de una campaña para un fabricante de neumáticos enfocada a medios gráficos. Cerré los ojos durante unos segundos, respiré profundamente y pude oír una tos, un suspiro, unos tacones que atravesaban el pasillo, la entrada de un mensaje en un teléfono, el roce de una pierna que se desmontaba de la otra. Al abrir los ojos, mi mirada se desvió al suelo, y de soslayó estudié los zapatos de los candidatos. Las gotas de lluvia se habían ido secando y dejado su marca en la piel. Ninguno, salvo los de la mujer, podía decirse que reluciesen. Habría sido también mi caso si no les hubiese pasado un kleenex en el ascensor. Dos de los hombres tenían incluso barro en las suelas, por lo que me aposté algo a que también habían aparcado el coche en el descampado enfrente del edificio donde la agencia tenía su sede. Tendrían que darme pena, pero me alegró su poca consideración por un dar una buena imagen. CONTINUAR LEYENDO
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