Literatura fantástica es ese espacio escondido en los intersticios de lo real
Sí, yo creo que fui un animalito metafísico desde los seis o siete años”, dice Julio Cortázar en una entrevista que Juan Cruz ha rescatado hace poco en este mismo periódico. “Recuerdo muy bien que mi madre y mis tías —mi padre nos dejó muy pequeños a mi hermana y a mí—, en fin, la gente que me veía crecer, se inquietaba por mi distracción o ensoñación. Yo estaba perpetuamente en las nubes. La realidad que me rodeaba no tenía interés para mí. Yo veía los huecos, digamos, el espacio que hay entre dos sillas, si puedo usar esa imagen. Y por eso, desde muy niño, me atrajo la literatura fantástica”.
Ese espacio escondido en los intersticios de lo real es el que explora el mundo de la literatura y del juego. En Las crónicas de Narnia, ese mundo escondido vive en el interior de un armario; en Alicia en el país de las Maravillas, en el hueco de un árbol. El mundo de los cuentos está lleno de huecos así, fisuras en el tejido de lo existente que abren al niño a zonas de lo real donde viven sus verdaderos deseos.
Por eso Blancanieves escapa del palacio de la realidad. Ve ese hueco, y se hace pequeña para entrar por él. Eso es lo que simbolizan esos hombres diminutos con los que se encuentra. Ha entrado en el reino de lo pequeño, que es el reino de los cuentos y los juegos. Las casas de muñecas, los soldaditos, los trenes eléctricos, todos esos objetos que tanto gustan a los niños y de los que se sirven para jugar son el acceso a la habitación de los deseos. También los amantes buscan esa habitación y esa es la razón de que haya tantas historias de parejas que huyen al enamorarse, como pasa con Tristán e Iseo cuando se internan en el bosque para vivir su amor. El amor reclama burlar a los guardianes de lo real, como lo hacen los protagonistas de Sueño de amor eterno, la hermosa película de Henry Hathaway con sus carceleros. Todos los niños burlan a esos guardianes cuando juegan. Todos buscan un lugar indefinible que solo a ellos pertenece, un lugar muy semejante al que luego accederán a través de su sexualidad, pues el sexo como el juego sólo puede tener lugar lejos de la mirada de los padres.
Recuerdo una película sobre Simbad, el Marino. Su prometida ha sido transformada en una criatura diminuta y Simbad tiene que correr todo tipo de peligros en busca de una flor cuyo elixir posee el poder de devolverle su tamaño original. Simbad lleva a la princesita consigo y de vez en cuando la saca de su cofrecillo y la deja correr por la mesa, lo que ella aprovecha para provocarle con sus palabras y sus movimientos. Como si le dijera: para amarme tienes que hacerte tan pequeño como yo. Esas escenas son una metáfora preciosa del amor, porque el amor, como el juego de los niños, es el reino de lo pequeño. Es justo eso lo que significa el anillo que se entregan los amantes. Tienes que caber por este hueco, se dicen el uno al otro cuando se lo ponen. El reino de lo pequeño es el reino del amor y del juego, de ahí el gusto de los que se aman por los diminutivos, su tendencia a tratarse como si fueran dos niños que nunca abandonan del todo el territorio del sueño. El anillo también es una metáfora del acto sexual. Al fin y al cabo, el falo erecto es un cuerpo diminuto. Es hacerse pequeño para poder entrar en un reino escondido. Lo pequeño es el símbolo de lo que está en el umbral, a punto de escabullirse, lo abierto a otras formas de realidad, al lugar donde viven los deseos. CONTINUAR LEYENDO
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