sábado, 8 de junio de 2024

"PUTAS LLORANDO". Un cuento de Eduardo Halfon

Yo estaba enamorado de Nastassja Kinski. Un amigo la tenía desplegada sobre su cama, semidesnuda y abrazando horizontalmente a una enorme pitón. Recuerdo pensar que había algo de inútil en su pose, algo de ambiguo entre morir en las fauces de la serpiente y al mismo tiempo ser penetrada en un tenebroso e inefable acto sexual. Nastassja Kinski. Yo estaba enamorado hasta de su nombre y, sentado en la orilla de la cama de mi amigo mientras la miraba hacia arriba en todo su erótico esplendor, lo solía pronunciar con mi mejor y más claro acento alemán, despacio, quedito, alargando las sílabas hasta que perdiesen todo significado, como un derviche canta sus plegarias, supongo. Casi toda mi adolescencia estuve perdidamente enamorado de Nastassja Kinski hasta que conocí a Dulcinea y aprendí que el amor no existe.

El prostíbulo se llamaba (quizás se llama, no estoy seguro si aún existe pero me gustaría creer que ya no) El Puente, o por lo menos así le decían, ya que estaba ubicado justo debajo de un puente cerca del Estadio Mateo Flores.

Habíamos ahorrado con Mejía suficiente plata durante casi un mes. No recuerdo mucho de él ni cómo terminamos yendo juntos, quizás fue porque todos los demás ya habían ido o porque vivíamos en el mismo vecindario o simplemente porque así sucedió, vaya uno a saber. Éramos amigos, pero no íntimos. Tres cosas recuerdo muy bien de Mejía. Uno: fue el primero entre todos nosotros en tener que rasurarse el bigote. Dos: tenía un tucán de mascota. Y tres: no discutía, jamás, como si de alguna manera aceptase que nadie, incluyéndolo a él, sabía nada de nada. Algunos le decían Mortadela pero nunca entendí por qué. La cuestión es que decidimos ir juntos y en un tecolote de arcilla echábamos todas las monedas de cinco y diez y veinticinco centavos que nos sobraban del recreo de media mañana, para poder llegar cada uno a la mágica cifra de diez quetzales (un dólar y medio en esos días) que nos había dicho el hermano mayor de Mejía que costaba una vuelta. Esa palabra usó, vuelta, como si se tratara de un carrusel o de una montaña rusa.

―Cinco pesos si quieren sólo una mamada, muchachos, quince pesos si quieren dos vueltas ―nos dijo sentados los tres hasta atrás del bus del colegio y juro que con sólo imaginármelo tuve que poner mis cuadernos sobre el regazo para esconder mi tremenda erección, o bueno, tan tremenda como puede ser a esa edad. Más tarde me explicó Mejía qué era eso de una o dos vueltas.

Al final, rompimos la alcancía y tuve que venderle a no sé qué compañero un par de postales de los futbolistas de la Naranja Mecánica para completar el dinero, con todo y el quetzal de viáticos que necesitaríamos entre los dos.

Era un martes. Decidimos con Mejía que yendo un martes habría menos clientela, pero no recuerdo por qué. Así razonan los niños. Después del colegio tomamos un par de camionetas, él sabía cuáles, hasta que la última nos dejó enfrente del estadio nacional que lleva el nombre (latinizado, por supuesto, ya que las autoridades de la época consideraron que un nombre indígena no sería muy apropiado para un héroe nacional) del único guatemalteco que ha ganado la Maratón de Boston, y quien ahora, a pesar de tener su propio estadio, trabaja de caddie en una cancha de golf. Recuerdo que, al bajarnos, el conductor nos siseó «burgueses de mierda» o algo por el estilo. Mejía iba enfrente de mí y se detuvo en el último escalón, sin darse vuelta, por supuesto, hasta que yo lo empujé y entonces dio un brinco hacia afuera y comenzó a lanzarle insultos al tipo, pero el ruido de la camioneta era ya escandaloso. Caminamos un par de cuadras medio perdidos, buscando ingenuamente algún rótulo o letrero de bienvenida. Nos tuvimos que detener ante una tienda de esquina para pedirle direcciones a un viejito que al hablar fruncía el ceño y cerraba los ojos, como si tuviese un dolor de cabeza. Mejía entró. Yo esperé afuera, pensando en todo tipo de cosas y viendo cómo el viejo detrás del mostrador le sonreía con travesura a mi amigo, o al menos eso percibí yo. CONTINUAR LEYENDO


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