Sudando, secándonos la frente con pañuelos, que humedecimos en la fuente de la Recoleta, llegamos a esa casa, con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa!
Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no quería salir, pues mi vestido estaba sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar la colcha de mi camita. Tocamos el timbre: nos abrieron la puerta y entramos, Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en Burzaco y nuestros viajes a la capital la enferman, sobre todo cuando tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a trasmano. De inmediato Casilda pidió un vaso de agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el monedero. La aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!
Subimos una escalera alfombrada (olía a naftalina), precedidas por la sirvienta, que nos hizo pasar al dormitorio de la señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre fue un martirio para mi memoria. El dormitorio era todo rojo, con cortinajes blancos y había espejos con marcos dorados. Durante un siglo esperamos que la señora llegara del cuarto contiguo, donde la oíamos hacer gárgaras y discutir con voces diferentes. Entró su perfume y después de unos instantes, ella con otro perfume. Quejándose, nos saludó:
—¡Qué suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo menos. Habrá perros rabiosos y quema de basuras… Miren la colcha de mi cama. ¿Ustedes creen que es gris? No. Es blanca. Un campo de nieve —me tomó del mentón y agregó—: —No te preocupan estas cosas. ¡Qué edad feliz! Ocho años tienes, ¿verdad? —y dirigiéndose a Casilda; agregó—: ¿Por qué no le coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros hijos depende nuestra juventud.
Todo el mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!
—Señora, ¿quiere probarse? —dijo Casilda, abriendo el paquete que estaba prendido con alfileres. Me ordenó: —Alcanza de mi cartera los alfileres.
—¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz sería! Me cansa tanto.
La señora se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.
—¿Para cuándo el viaje, señora? —le dijo para distraerla. CONTINUAR LEYENDO
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