SINOPSIS: En «El testigo,» relato de Cristina Peri Rossi publicado en el libro Cuentos eróticos (1989), un joven narra su experiencia de crecer en un hogar donde su madre, separada de su padre, acoge a sus amigas que frecuentemente se quedan a vivir por largos periodos con ellos. El joven describe lo agradable de crecer rodeado de mujeres que lo atienden y cuidan con calidez, en ausencia de la violenta presencia masculina. Sin embargo, la llegada de Helena, una joven actriz con una infancia difícil, transforma la dinámica familiar. El protagonista desarrolla una estrecha relación con Helena, lo que desencadena situaciones que alteran profundamente la atmósfera del hogar.
EL TESTIGO
Me crie entre las amigas de mi madre. No sé cuántas fueron, ni siquiera puedo decir que las recuerdo a todas, pero de algunas no me he olvidado, y, aunque no las haya vuelto a ver, o solo aparezcan por la casa muy esporádicamente, sé quiénes son y les guardo simpatía. No he jugado con otros niños, sino con las amigas de mi madre. En realidad, soy un tipo bastante solitario, y prefiero las máquinas a la compañía de otros como yo. Las máquinas, o las amigas de mi madre. En primer lugar, aparecen de una en una. Hay períodos enteros en que mi madre solo tiene una amiga, que prácticamente vive en nuestra casa, comparte con nosotros la comida, las sesiones de vídeo, los programas de televisión, los paseos, los juegos y las noches. Siempre han sido muy tiernas conmigo.
—Me gusta mucho que no haya otros hombres en la casa —le dije una vez a mi madre, agradeciéndole que mi infancia no haya estado ensordecida por los gritos de un padre violento o de un amante exigente.
Las mujeres son mucho más dulces. Con ellas, me entiendo mejor. No me hubiera gustado compartir la casa con otros hombres; compartirla, en cambio, con las amigas de mi madre me parecía encantador.Creo que mi madre pensaba lo mismo. Desde que ella y mi padre se separaron —siendo yo muy pequeño—, la casa estuvo visitada solo por mujeres, y eso era muy tranquilizador. Supongo que para mi padre también. La más antigua que recuerdo era una muchacha de piel bastante morena, voz aguda y brillantes ojos negros. Mi madre era muy joven, entonces, y yo solo tenía tres años. Dimos muchos paseos juntos; yo dormía en mi habitación, y ellas dos, juntas, en el cuarto de mi madre. Pero yo a veces me levantaba, por la noche, y aparecía en la habitación grande. Entonces, una de las dos me tomaba en brazos, me arrullaba, y yo me dormía entre ambas, acunado por el calor de sus cuerpos desnudos. Otra, en cambio, tenía largos cabellos rubios, y a mí me daba mucho placer dejar perder mis dedos entre ellos, como mariposas de verano. Mi madre se los peinaba con mucho cuidado, deslizaba el ancho peine de carey entre la cabellera sedosa que llegaba casi hasta la cintura, mientras yo observaba. (Lamenté entonces, muchas veces, no haber nacido niña, para que mi madre peinara con unción y recogimiento mi pelo; lamenté muchas veces ser niño de cabellos cortos y perderme, de esa manera, algo que les proporcionaba tanto placer). Hubo otra, en cambio, de aspecto más viril: tenía los hombros anchos, era robusta, hablaba con voz muy grave y parecía ser una mujer muy fuerte. Esta solía comprarme muchos juguetes: me regaló una bicicleta, varios puzzles, me proponía siempre juegos de competición y me desafiaba a saltar, a boxear y a nadar. Yo no le tenía tanto afecto como a las otras, pero disfrutaba mucho con sus bromas y ganándole al ajedrez. Mi madre se molestaba un poco con la atención excesiva que me prestaba, y creo que alguna vez discutieron por eso, pero yo la tranquilicé, diciéndole a mi madre que yo la prefería sin lugar a dudas a ella, que era más bella y más inteligente. CONTINUAR LEYENDO
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